El veneno de la literatura


LeoVivimos en la era de la imagen. Nunca esta sentencia había sido tan contundente como ahora. La publicidad moderna y los medios tecnológicos han ensanchado su reino y, con ello, convirtieron a la imagen en objeto de culto. Pasaron ya los tiempos en que la literatura, la buena literatura, era preconizada como un oasis de la imaginación. Ya la televisión y el cine vinieron a dar al traste con los atractivos que antaño ofrecía una buena novela o las vertiginosas sensaciones que era capaz de transmitir la poesía, pero el éxito del multimedia e internet ha sido arrollador y pareciera que está a punto de darle su estocada final a las letras.

Claro que este derrumbe demoledor de dimensiones catastróficas es indiferente para la gran masa que pareciera volver con felicidad a paraísos perdidos en el que el lenguaje articulado se deconstruye en balbuceos infantiles. Existirá siempre el grupo de los bizarros e inconformes, quienes tratarán de oponerse a esta avalancha y terminarán aplastados por esta marejada con la realidad disociada para hacerla soportable. Existirán también aquellos que, con una actitud más optimista, se aferrarán a su tabla de surf y lidiarán con los aires de estos nuevos tiempos en un afán de adaptarse a las tendencias imperantes, cual camaleones camuflados en sus madrigueras. Sin embargo, unos y otros serán impredecibles ante el devastador cambio cultural que ya coexiste entre nosotros.

Se hace evidente que la industria del libro agoniza. Los románticos amantes de las letras se niegan a estos cambios y se aferran a sus fetiches impresos como símbolo de resistencia. Los emprendedores negociantes, en cambio, le apuestan a la tecnología y han creado libros digitales, revistas en línea, blogs y otras imaginables argucias para mantener con vida sus negocios. Sin embargo, de lo que casi nadie se da cuenta es que la principal causa de esta crisis literaria ―porque el problema amenaza a la calidad estética de la literatura más que a la industria editorial, que al final de cuentas terminará mutando̶― no es la evolución de los medios tecnológicos sino la apatía generalizada ante el acto mismo de leer. ¿Qué más da si las personas cambian sus libros por dispositivos electrónicos si, después de todo, se usan para el mismo fin? Definitivamente el problema no es el desarrollo tecnológico, por mucha rivalidad que presenten los atractivos videojuegos o cada vez las más accesibles maneras de producir y consumir imágenes en movimiento.

La crisis de la lectura obedece más bien a esa prisa que tenemos por consumir la mayor cantidad de contenidos en menor tiempo, sin importar demasiado que se profundice en ellos. Hoy vivimos en el auge de la cultura fast book. Los libros se consumen como se consumirían los programas de televisión en un intento de matar el tiempo y el aburrimiento. Se lee por moda, por estar a la vanguardia de los libros digitales, por presumir de esnobismo y por otro sinfín de carencias emocionales que empobrecen y banalizan los contenidos.

Irónicamente, el peor veneno para la literatura con intención estética viene del seno mismo de las casas editoriales. En ese afán de volver oro todo lo que tocan ha degradado la literatura hasta convertirla en un supermercado de superficialidades. «Qué se puede hacer, si de algo tiene que vivir el negocio», se justificarán los propietarios y gerentes, «así, podemos garantizar que exista esa literatura destinada para un pequeño grupo de especialistas». Como sucede con todos los artilugios del mercado, deben estar ofreciendo constantemente novedades, miquerías, para mantener la atención de un público idiotizado entre las luces iridiscentes de un mercado cada vez más amplio que se encarga de dirigir las tendencias. Y así se les va la vida vendiendo a precios altos literatura barata para gustos vulgares, siguiendo los temas de moda y condenando al olvido marginal la elaboración y la calidad innovadora de una propuesta estética. A fin de cuentas, el público de hoy no quiere leer, y si lo hace, se le debe dar algo digerible para que no se indigeste. Es un proceso tan irreversible como la muerte misma.

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