Equus: un drama de la diversidad sexual


LeoPor LEO DE SOULAS |

Cualquier referente que se busque acerca de la obra de teatro Equus, de Peter Shaffer, remite a la clasificación de un drama psicológico y detectivesco, y aunque la obra no deja de tener características de uno y del otro, pareciera que el autor utiliza el texto como pretexto para expresar la belleza y poesía del amor fogoso, y al mismo tiempo clandestino, entre dos hombres.

Tradicionalmente, el caballo ha simbolizado muchas cualidades consideradas socialmente muy «masculinas», entre ellas la libertad, la fuerza, la solidaridad, el compañerismo, la nobleza, la sabiduría y el poder. Desde la Antigüedad, la figura del caballo y el caballero que peleaban juntos por su clan, tribu o pueblo formaba una unidad de fuerza indestructible que vino a revertirse de nobleza durante la Edad Media con la creación de las órdenes de caballería. Desde entonces, el caballo se ha convertido en un tótem que reúne gracia y virilidad. Con todo y esto, no se debe perder de vista que, más que estereotipo o clisé, un símbolo se configura a partir del contexto en el que se crea. Así, en este caso, todas estas características «muy masculinas» están configuradas en un sistema sígnico que sugiere la pasión galopante que para García Lorca representan los equinos, y no el sentimiento filial nacido entre el hombre y su bestia al recorrer mundo y unirse contra un enemigo común.

Basada en un extraño hecho real en el que un adolescente de 17 años deja ciegos a una recua de caballos, Shaffer escribe un texto en el que trata de profundizar en los vericuetos más oscuros del joven Allan, en búsqueda de una respuesta para la obsesión y el placer sexual que el muchacho desarrolló por este tipo de semovientes. A partir de los principios del psicoanálisis practicado por el doctor Martin Dysart, comienza a develarse el universo interno de Alan, en el que es posible dilucidar muchos factores que contribuyen a esta supuesta desviación: la represión religiosa de la madre, la autoridad férrea del padre y el aislamiento en el que el joven vivía.

La columna vertebral de la obra se centra, principalmente, en descubrir los misteriosos mecanismos y las motivaciones que expliquen esta conducta, haciendo que el lector-espectador vaya planteándose distintas hipótesis a partir de los indicios que van surgiendo durante el desarrollo —de ahí su carácter detectivesco—. En otros niveles más profundos de lectura es posible descubrir otros valores que le dan ese carácter ambivalente a la trama que termina despertando el interés. Para explicarnos mejor, en un primer plano de significación, el tema manifiesto es el de la zoofilia; sin embargo, en un nivel más profundo, prevalece como contenido latente una homosexualidad mal resuelta, ya no solo en el personaje de Alan sino en todo el universo masculino. En cierto sentido, Allan busca, a través de los caballos, a esa figura que encarna los valores masculinos que complementan su lado femenino.

El momento en que cabalga sobre ellos representa el punto de unión tan esperado que lo colma de una felicidad equiparable a la del orgasmo. Ese es el instante de realización máxima en el que hombre y bestia se fusionan y trotan con la completa libertad que les es prohibida en el mundo social de la luz. Pero más que una neurosis personal, esa desesperada búsqueda de la masculinidad aspira a ser una generalización de las carencias emotivas que subyacen en todo hombre y pueden confundirlo. Eso explica por qué en algún momento de la trama pareciera que el mismo psiquiatra —quien casualmente pasa en ese momento por complicaciones matrimoniales— muestra una inusitada fascinación y una especial identificación hacia la situación del joven.

Roberto Arana, quien dirige esta magnífica obra que se estuvo presentando en la sala Manuel Galich de la Universidad Popular los viernes y sábados del mes de junio, parece estar muy claro en esta doble lectura inherente a la pieza. Explica eso por qué los caballos son interpretados por actores hombres que exhiben cuerpos grandes y muy masculinos, cuya simpleza y sobriedad de sus movimientos equinos sugieren, sin caer en el mal gusto, una danza sumamente sensual. En contraparte sobresale la actuación de Luis Vargas, quien interpreta a Alan Strang, quien con su espontaneidad logra captar la atención y el interés de los asistentes. Su actuación merece un párrafo aparte porque logró, con total naturalidad, convencer al público (y eso no es cosa fácil de conseguir, principalmente en actores tan jóvenes que, de manera inconsciente, pueden caer en la tentación de hacerse notar para llenar su propio egotismo). Luis Vargas se dejó llevar con total soltura y franqueza, a tal punto que logró dibujar un personaje con altibajos y aristas tan interesantes que fueron graduando su acción de manera casi imperceptible para el público hasta estallar en el paroxismo de la escena final del primer acto, a mi parecer, la más lograda de todo el montaje y que marca el momento cumbre de la obra.

Por aparte, aunque hay otras actuaciones muy bien logradas, Arana tiene que prestar atención a ciertos detalles, como la mejor preparación de algunos personajes secundarios que pudieron ser más convincentes; e incluso, en la entonación de los textos, principalmente en la del personaje que él mismo interpretó, Martin Dysart, que por momentos se percibía como si hubiera sido leída. Por lo demás, es una puesta en escena muy respetable que merece ser recordada, precisamente, porque expone de forma muy clara temas que, a los ojos de una sociedad conservadora como la guatemalteca, representan verdaderos tabúes; y no lo digo exactamente por la lectura superficial que igualmente es escandalosa, sino por esa lectura profunda de la que hablé anteriormente y que suele chocar con una sociedad que todavía ve con aberración homofóbica el tema de la diversidad sexual.

Creo que, sin quererlo, Arana escogió un texto muy apropiado para el pasado mes de junio, cuando por fin la diversidad sexual fue celebrada abiertamente en nuestro país. Cuando le conté a un amigo de mis impresiones acerca de la obra, rápido salió con el cuento de que este montaje había sido a propósito para llamar la atención de un público homosexual en el mes de la diversidad. En lo personal no creo que sea el caso, primero porque el buen teatro en este país jamás ha sido un espectáculo que convoque a masas, y segundo porque tampoco fue promocionada como una obra de temática homosexual, sino más bien como una obra de interés para un público más heterogéneo. Y como efectivamente sucedió, los comentarios de interés se hicieron manifiestos al final de la función. Varias personas salieron muy satisfechas de «ver algo diferente», como alcancé a escuchar. Esperemos que este tipo de propuestas escénicas sigan floreciendo porque, en la medida que se lleven a cabo, los espectadores podrán ir descubriendo ese juego de intercambio y reconstrucción que el público necesita hacer al confrontar la obra de arte.

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