La otra cara del santo


LeoSin duda que el fraile dominico Bartolomé de las Casas pasó a la “historia oficial” con todos los honores de un héroe y, hasta el día de hoy, se le recuerda como un venerable hombre piadoso gracias al cual los miserables indios de la América infesta, además de ser salvos y civilizados, se vieron libres del yugo al que eran sometidos por el cruel conquistador ávido de glorias y riquezas. Este perfil cándido y bucólico, claro está, solo pudo haber surgido a partir de la visión dominante del peninsular para luego ser afincada con la del criollo. Fueron los grupos dominantes quienes perpetuaron su leyenda ante la necesidad de crear referentes de identidad para la compleja red de relaciones que se iban formando en las nacientes sociedades de la América india. Pero como del cielo a la tierra no hay nada oculto, esa perspectiva plácida de hombre de dios no podía mantenerse por mucho tiempo debido a la posición controversial que este legendario personaje ostentó dentro de la sociedad de su tiempo.

Aunque la visión ejemplar ya no es la misma hoy en día, la crítica histórica establecida por la visión dominante sigue cometiendo la injusticia de suavizar la figura idílica del porcino sacerdote andaluz, presentándolo como un tenaz luchador que no descansaría hasta ver hecha una realidad: la promulgación de las Leyes de Indias que abolirían la esclavitud indígena. Y evidentemente fue así. El sacerdote luchó incansablemente hasta ver coronados sus objetivos.

Hasta aquí y tras una lupa demasiado superficial, el cuento de la conquista de las Verapaces no pasa de ser una narración inocentona, demasiado heroica y de un humanismo conmovedor digno de una historia ejemplar. Pero tanta pureza junta es incapaz de mantenerse parada por sí misma. Entonces nace el eufemismo. El padre De las Casas inevitablemente se ve envuelto en un dilema ético que sin duda lo hará sufrir: salvar a los pobres indios —nótese el racismo disfrazado de paternalismo abyecto del venerable fraile— a expensas de los esclavos traídos del África negra. Con este hecho el drama queda completo y la figura del fraile cobra dimensiones épicas equiparables a la de personajes dignos de Shakespeare. De las Casas sufrió por la explotación de los indios y luego por la penosa decisión que debió tomar, pero esta decisión, incluso este sufrimiento, es tan solo un medio que debió soportar con estoicismo para alcanzar un objetivo superior: la propagación de la fe cristiana. Y no por la espada, pero sí por la cruz, logró salvar a todo un pueblo de la barbarie y la bravuconería ambiciosa del inculto soldado español.

¡Muy loable este acto de expiación! El detalle desapercibido, al parecer, es que en realidad Bartolomé de las Casas había sido un encomendero, y como cualquier otro aventurero en busca de fortuna en las Indias Occidentales, no iba a dejar a un lado sus intereses personales. Simplemente no podía quedarse sin su tajada. Sin duda, para un hombre que solo sabía propagar la fe y servirse a manos llenas de las viandas y vinos a los que podía acceder por su situación privilegiada, la perspectiva de que la esclavitud terminara por mermar a la población indígena lo afligía en sobremanera. No solo porque se sentía incapaz de realizar todas las labores que requerían la domesticación de la naturaleza indiana del nuevo continente, sino porque los indios, en calidad de siervos, podrían ser mucho más valiosos que en calidad de esclavos. Si se creaba la ilusión de falsa libertad —y véase que por lo menos en Guatemala no hubo necesidad de exportar grandes cantidades de esclavos negros— y se le trataba con indulgencia cristiana, el indio obedecería con mansedumbre, abrazaría la fe y reconocería la superioridad del conquistador, todo esto disfrazado de caridad cristiana, por supuesto, que contribuía a engrandecer más la figura del héroe.

Pues bien, pasando por alto este detalle, la visión del héroe agobiado por las culpas fue la que llegó hasta hoy y ha prevalecido como “historia oficial”. Es esta misma visión la que parece haber impregnado al escritor Mario Monteforte Toledo, que a pesar de su indigenismo no termina de procesar la anécdota desde la postura occidental. Es a partir de esta posición que escribe en 1986 su obra teatral El santo de fuego, la cual está actualmente en temporada en la sala Dick Smith del Instituto Guatemalteco Americano, dirigida por Guillermo Monsanto.

Pero además de la postura en la que se coloca ante este tema, en la que inconscientemente reproduce la visión de las minorías ladinas y poderosas, merece también la pena apuntar la concepción que tiene del teatro.

Sin duda alguna que, dentro de su estilo, Monteforte Toledo fue un gran narrador. Donde acaban los caminos, Anaité o Entre la piedra y la cruz son algunos ejemplos que dan fe de su magisterio en el arte de narrar. Sin embargo, uno de los grandes problemas que enfrentan muchos narradores al experimentar con otros géneros, como el de la dramaturgia, es que suelen olvidar las dimensiones teatrales del drama. Lo mismo le ocurrió a Asturias y de ahí por qué su teatro no es tan celebrado como su narrativa. Con certeza que El santo de fuego es un texto muy interesante, un texto profundo y denso tras el cual hay una investigación exhaustiva de la época a la que hace referencia. Por supuesto que esto es una gran cualidad para el texto escrito, no obstante, las tablas se manejan por una dinámica diferente. Aunque interesante en la lectura, la puesta en escena corre el riesgo de llenarse de palabras ─algo de lo que el teatro occidental, en general, se fue intoxicando─ en detrimento de las acciones.

No debe olvidarse que la dinámica del público que actualmente asiste a las salas de teatro es muy distinta a la de la época de los corrales españoles, por lo que el retoricismo y la erudición dentro del teatro como hecho vivo, pueden oscurecer más que aclarar las premisas fundamentales de la puesta en escena. Ignoro si el director hizo algún tipo de adaptación a la pieza original, pero como sucede a veces, a los directores les suele dar miedo trasquilar un texto poético, si se quiere, para no destruir su esencia. Desde un punto de vista más pragmático, en cambio, una adaptación debería sacrificar el esteticismo del lenguaje y enfocarse más en capturar la vitalidad de la pieza. Debo decir que hubo muchas caracterizaciones respetables e, incluso, la concepción vanguardista del manejo de los signos es interesante, pero la acción se diluye entre el retoricismo de un texto bello, magnánimo, pero que al final se acerca más a lo literario que a la esencia teatral. No obstante, dentro de toda la oferta teatral que hay actualmente, es un trabajo al que no se puede dejar de asistir porque de alguna manera nos acerca a conocer la producción artística no solo de nuestros más connotados escritores, sino también nos sirve de parámetro para medir las tendencias del teatro con una intención que va más allá de entretener y dormir la conciencia.

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