Las cosas que no cambian


LeoGuatemala es un país que está condenado a la inercia. Con esto quiero decir que estamos predestinados a darnos una y otra vez contra el mismo muro y a revolvernos en nuestras miserias. Además es tan grande nuestra ignorancia que todavía tenemos la esperanza de que con el nuevo gobierno talvez las cosas cambien. Podríamos echarle la culpa a la cartera presidencial, a los diputados, a la rancia oligarquía, a los empresarios, al ejército, a las iglesias y a todo lo que se nos ocurra ―y con esto no digo que ellos no tengan gran responsabilidad de la debacle que sufre este aborto de país―, pero seguiremos cayendo en el abismo de nuestro fracaso social mientras seamos indiferentes ante lo que ocurra en nuestras propias narices, mientras no nos informemos y nos dejemos manipular o mientras sigamos eligiendo a personas que representan los intereses de los mismos grupos que han gobernado a sus anchas desde 1954.

Septiembre, «el mes de la patria», estuvo plagado de expresiones ñoñas de ardor patriótico que, como es de esperarse en el noveno mes, rayan en la ridiculez. Más que patriotismo, el pueblo berrea expresiones patrioteras, siguiendo los principios del condicionamiento clásico. La educación ha tenido en mucho la culpa de convertirnos en rebaño, en volvernos loros que repiten las mismas cosas como disco rayado sin detenerse siquiera a pensar en lo que hablamos.

Amamos a nuestra patria porque todo mundo lo dice o porque se vería mal ir en contracorriente. Celebramos que nuestros hijos desfilen y, de paso, reforzamos con todo el simbolismo marcial este tipo de conductas. Llenamos las calles de antorchas creyendo que en verdad eso nos hace ser más patriotas, como ingenuamente se cree más bueno el que reza día y noche. Adornamos nuestras casas y nuestros carros con banderas azul y blanco, creyendo que eso nos hace mejores ciudadanos. En fin, repetimos tradiciones huecas y vacías sin darnos cuenta de que esas actitudes solo nos llevan a reforzar el sistema establecido.

En Guatemala temblamos si nos hablan de comunismo, ateísmo o feminismo. Nos ofende, casi como si nos sacaran la madre, que los grupos marginados y excluidos salgan a las calles a defender sus derechos. Pegamos el grito en el cielo si oímos hablar de educación sexual, de aborto, de matrimonio igualitario. Eso sí, nos encanta demostrar respeto hacia instituciones que ya han perdido toda credibilidad. Nos adaptamos como camaleones una vez tengamos libertad para consumir o decir cualquier pendejada. Esa es la ilusión que tenemos de la libertad, y así, como una bola de idiotas, nos tragamos el cuento de que este es el mejor país del mundo, con su lago más bonito, con su himno más bello, con sus «inditos» de trajes coloridos tan simpáticos, como si fueran llaveritos.

Todo esto es para nosotros la expresión más alta de patriotismo, y cuidado con aquel que ose cuestionar a la selección, al pollito Campero, a los símbolos patrios, a Arjona o a cualquier ícono que nos enaltezca ante los ojos extranjeros porque serán tachados de traición a la patria, de enemigos públicos, de parias.

Cuándo leeremos la historia; pero no desde la perspectiva oficial sino la escrita desde la exclusión y el rechazo; cuándo nos daremos cuenta de que vivimos en la peor de las opresiones, aquella que nos ha amaestrado con los colores brillantes de la falsa libertad. Porque la peor dictadura no es la que usa medios violentos para apaciguarnos, sino la que sutilmente dejamos entrar en nuestras casas para asesinar nuestra conciencia.

Mientras no cambiemos de actitud seguirán robándonos en nuestras narices; seguirán invirtiendo en armas mientras la gente se muere de hambre; seguirán aislándonos del panorama mundial; seguirán expropiándonos de nuestros recursos para terminar rematándolos en el extranjero; seguirán sacando lo que quede de este bagazo de país. Y nosotros seguiremos aplaudiendo y como idiotas seguiremos votando por los mismos, creyendo ingenuamente que por fin habrá un cambio en este país que se ha convertido en un muerto viviente.

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