Un regalo de Navidad


Leo

En el absurdo sinsentido de la existencia, el ser humano tiene necesidad de crear hechos significativos para sí mismo y para el grupo en el que vive, los cuales se traducirán en actos que, al repetirlos constantemente, están condenados a convertirse en rituales, costumbres y tradiciones que han de transmitirse de generación en generación con el propósito, igual de absurdo, de darle una dirección y una finalidad a la vida misma. Así, nos conformamos con que nuestras minúsculas existencias, más grises y aburridas que las de una pésima telenovela, estén regidas por ese devenir cíclico que, de alguna manera, amaestra nuestras conciencias y transmuta en docilidad nuestra energía vital. De allí el porqué desde el albur de las civilizaciones antiguas ha existido la motivación de crear sistemas de medición del tiempo que, más que medir nuestra estadía por este corredor que irremediablemente conduce a la muerte, nos permitan ordenar de algún modo ese amorfo puñado de percepciones que experimentamos como la conciencia de ser y de existir.

No niego la utilidad y el servicio que estos mecanismos le han prestado a la humanidad para sobrellevar de una manera más amable su paso por este lugar; así como tampoco que, al abrigo de ellos, ha florecido una sólida cultura que nos ha enseñado a alzar los ojos y ver las estrellas, para que pensemos que más allá de nuestra finita existencia puede haber algo más grande y eterno. Que sea un espejismo, un engaño, una quimera, poco importa, siempre que funcione como narcótico que aligere esa angustia vital que siempre nos acompaña.

Lo dramático y grotesco sucede cuando nos vemos envueltos en el sinsentido de este ciclo y respondemos automáticamente, sin siquiera detenernos a reflexionar el porqué debemos obedecer y actuar conforme lo que se espera socialmente. Pareciera que nos ha caído la maldición de Prometeo, quien tiene que cumplir uno y otro día su castigo; quien termina todas las noches con el cuerpo despedazado por las aves de rapiña para que su piel esté de nuevo intacta al día siguiente, lista para repetir su rutina, así hasta la eternidad.

Como es sabido de muchos, abiertamente no creo en la existencia de una fuerza superior divina que haya organizado la vida con este propósito mecanicista; pero suponiendo, como una mera hipótesis, que esa fuerza exista, la crueldad de tal divinidad no conocería límites al condenarnos a repetir una y otra vez, como verdaderos autómatas, los mismos comportamientos, las mismas conductas, los mismos ritos, las mismas costumbres.

Ante este sinsentido, no me queda otro remedio que sonreír con el estoicismo agrio que amarga mi existencia cuando escucho aquellos mensajes publicitarios anunciando que ha llegado la época más hermosa del año, una época de paz y amor, el nacimiento del niño Jesús y todas esas frases hechas que de tanto repetirse en la boca de cualquier mortal terminan por convertirse en lugares comunes. Todo en diciembre termina por convertirse en acto predecible: el árbol navideño, el abrazo ciego de la medianoche, el regalo absurdo, y esto será así hasta el final de los días, por lo menos hasta el final de los días de la cristiandad.

Media humanidad ha sucumbido ante un mito a partir del cual se ha creado todo un código que históricamente se ha enriquecido. Gracias a la creación de este código, el cristianismo, que al inicio fue una religión de perdedores, perseguidos, proscritos, marginales, fue ganando poder. Bien reza el dicho “Crea cuervos y te sacarán los ojos”, porque una vez oficializado en la decadente Roma, se expandió como peste a todos los rincones del mundo occidental a lo largo de los siglos. De esa cuenta, la cristiandad llega a América como una creencia de exportación y al mismo tiempo, como es de suponerse, como una poderosa herramienta para terminar de sojuzgar y someter a las civilizaciones conquistadas.

De esa manera, no me resulta muy difícil deducir que celebrar hoy el nacimiento del niño Jesús es otra de las tantas formas como se conmemora el yugo que las potencias imperialistas y colonizadoras occidentales, demás está decir cristianas, pusieron sobre las naciones que bajo todas luces consideraban inferiores; a las que trataron de civilizarlas con el látigo y la cruz.

Pero más que eso, la empalagosa celebración en la que la mayoría de personas se abraza, llora, siente nostalgia, se obsequia entre sí y llega a verdaderos paroxismos de ridiculez sentimentaloide es tan solo un eslabón más de ese gran ciclo que estamos condenados a repetir. Intentar cambiarlo sería absurdo. Por lo tanto, estamos obligados a dar un abrazo y una sonrisa aunque queramos partirle la madre al fulano que tengamos enfrente. Por eso también nos sentimos en la penosísima obligación de consumir de manera voraz, pues se miraría mal que se nos quedara algún familiar sin obsequio; o nos sentiríamos mal si no aprovecháramos la ocasión para embrutecernos con aguardiente; o si no hiciéramos la cena familiar que todo mundo da por sentada; o si abiertamente rechazamos la invitación a uno de esos convivios irritantes donde a lo único que llegamos a es a contar los mismos chistes, a oír la misma música a emborracharnos lo mismo que otros años. En fin, estos son apenas algunos de los ritos que nos vemos condenados a repetir en el mal llamado “mes más bello del año”, y pareciera que disfrutamos de este juego sin darnos cuenta en la total somnolencia en la que actuamos. Así se nos va otro año y comenzamos uno nuevo, con las mismas responsabilidades, las mismas obligaciones, ansiosos por volver a repetir compulsivamente los comportamientos más adecuados para cada ocasión, en esta comedia gris que es la vida y que somos incapaces de reprogramar. ¡Es indudable, vivimos bajo las leyes de la inercia de un determinismo que nos convierte por completo en seres predecibles! Si tan solo Dickens hubiera tenido el alcance de volver un ganador a Ebenezer Scrooger, quizá hoy tendríamos una navidad alternativa, pero como buena literatura victoriana, tenía que moralizar.  Ojalá y algún día a algún cineasta se le ocurra hacer la versión de Dogville en la que linchen a Santa Claus.

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1 Respuesta a "Un regalo de Navidad"

  1. (PCINP) dice:

    Los puntos de vista referentes a éste tema son innumerables, creo que cada quién lo vive de acuerdo a su alegría interna. Ya que la hipocresía y la ignorancia que algunas personas adoptan cuando se habla de esto ha hecho que se creen «ritos» y «ceremonias» que no agradan a algunos.
    Nadie puede obligar a una persona a dar un regalo o una sonrisa en el «mes más bello del año», cada quién es libre de sentirse como quiera.

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