Una colonia de closeth


Leo

Es innegable que la naturaleza humana nos lleva a simbolizar y a crear ritos, y también pareciera que estamos predestinados con un sino olímpico a aferrarnos a estos símbolos y ritos aún cuando estén vacíos de todo contenido significativo. A ver si me explico mejor: tendemos a crear símbolos y ritos para aquellos contenidos que nos parecen valiosos y, por qué no decirlo, sagrados. Simbolizamos y adoramos deidades, conceptos, ideas, sentimientos. Tenemos  necesidad de darles un sustento material para tener la certeza de que están ahí, para aferrarnos a ellos en la bonanza y, principalmente, en los momentos de crisis. Estas abstracciones les dan sentido a nuestra vida y cuando percibimos la menor amenaza nos abrazamos más a los fetiches que hemos creado en su representación. Incluso, puede que el sentido común nos dicte que esas abstracciones son una farsa, pero en medio de nuestra terquedad, seguimos posesionándonos a ellas cual si fuesen las pruebas fehacientes de su existencia. Y las dogmatizamos y las transmitimos a las generaciones venideras como si fueran verdades absolutas e indiscutibles. Y seguimos adorando estos símbolos y repitiendo estos ritos hasta convertirlos en costumbres vacías y autómatas, en fórmulas desgastadas y carentes de significación. El hábito, entonces, genera una zona de confort que nos evita la molestia de pensar. Muchos de estos símbolos y ritos, incluso, no los hemos elaborado nosotros mismos, más bien los hemos heredado con todo y su vacuidad. Adoptamos así falsas religiones, falsos sentimientos, falsas ideas, falsos respetos.

Es precisamente esto lo que ocurre con los sentimientos patriotas que nos desbordan cuando llega septiembre.  Adornamos nuestras casas y carros con banderines de un blanquiazul insípido, celebramos que en las escuelas nuestros niños rindan tributo a esa extraña y absurda abstracción llamada Guatemala a través de altares cívicos, de desfiles militares, de actos protocolarios conmemorativos. Esta es la fecha de exaltación hacia las escenas idílicas y bucólicas de nuestros inditos, a quienes hemos aprendido a ver, gracias a ciertas campañas publicitarias, como el alma de nuestra tierra; al guerrero noble Tecún Umán, a la bandera, a la ceiba, a la monja blanca, al escudo de armas, al himno nacional, a la marimba, a Tikal, a Atitlán, a Antigua, a la feria de Xela, a las tortillas, a los frijoles, a los chuchitos, a los atoles, a la cerveza Gallo, a Pollo Campero, a la selección nacional, a Arjona y a los Tór trix. Todo ese espíritu de corpus creado en el imaginario colectivo exuda fervoroso patriotismo. Y dios nos guarde si alguien osa poner en tela de juicio el valor de todos estos talismanes que hemos acumulado por años y que seguiremos acumulando por otros muchos más.

No cabe duda lo certero de esa sentencia que afirma que somos animales de costumbres y no hay nada más irracional que las costumbres: hago esto porque así lo he hecho desde siempre y me ha dado buenos resultados. ¿Para qué ponerse en el penoso trabajo de pensar? Y hasta cierto punto, las costumbres son útiles cuando se trata de llevar el día a día. El problema es cuando la costumbre pone un cabestro que impide ver más allá del camino conocido. Mucho me temo que eso suele suceder cuando celebramos ciegamente el nacimiento de una nación que jamás ha sido. En realidad, celebramos la patria del criollo, la patria de los que administran esta enorme finca donde nos hemos contentado en ser peones de segunda categoría. ¿Será tan difícil ver eso? ¿Será tan difícil ver que apenas somos un aborto de nación? ¿Será tan difícil ver que los símbolos patrios son imposiciones de los Adelantados del siglo XIX y que los nuevos Adelantados preservan por conveniencia? ¿Que los padres de la patria que ahora tienen su monumento en el Obelisco de la capital fueron hombres ambiciosos que trataban de tomar las riendas del poder que no disfrutaban? Es que un Estado que todavía se rige por las desigualdades económicas profundas, por los principios del racismo y el puritanismo más retorcido, por la falta de oportunidades, por la falta de acceso al trabajo, a la educación y a la alimentación, ¿será ese un Estado libre, soberano e independiente?

Y qué decir del aislamiento en que nos sumieron las dictaduras liberales, del proceso democrático truncado en el 44, del despotismo de gobiernos militares y genocidas, del territorio que pusimos y seguimos poniendo en bandeja de plata a las potencias extranjeras, ahora, bajo la máscara del intercambio cultural y de los intereses empresariales. Puede que hasta ahora solo seamos un país de labios para afuera, pero en el fondo de nuestro inconsciente colectivo tan solo seamos —y nos guste ser— una colonia de closeth. Así es nuestra doble moral.

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2 Respuestas a "Una colonia de closeth"

  1. Poco queda para agregar. Felicidades y gracias por tan refrescante punto de vista.

  2. Oscar dice:

    La doble moral nos lleva a ser «una colonia de closeth», interesante y atinada relexión.

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