Una educación para aplacar sentimientos de culpa


LeoAdicional a los gastos que representan las fiestas de fin de año en un medio que cada vez arrincona a las personas a convertirse en máquinas de consumo, la peor pesadilla de esta época para los padres de familia es el desembolso exagerado y bárbaro que hacen en inscripciones, útiles escolares y demás cuotas inimaginables que los colegios privados imponen de manera despótica. A menudo he escuchado quejarse a muchos de estos padres de familia que, para dormir con la conciencia tranquila y saberse “buenos” progenitores, han caído en este juego de estatus que ofrecen los establecimientos educativos. Y como en todo mercado, se vende educación para todos los bolsillos: desde los elegantes colegios resorts, que más parecen clubes para las selectas criaturas de alcurnia hasta los colegios garaje que parecen reproducirse por generación espontánea, ofreciendo el cielo y la tierra a precios módicos, eso sin mencionar todo tipo de establecimiento “desagüe” que son capaces de reformar con psicología barata a los engendros más rebeldes y desadaptados. Todo un abanico de posibilidades es esta oferta educativa clasemediera en donde es inconcebible ya pensar que la educación pública pueda ser una opción digna.

Claro, en un medio como el guatemalteco no es nada extraño que el negocio de la educación —que por cierto, suele no pagar impuestos— florezca tanto como el de las iglesias, a tal punto que alcance hasta la formación universitaria. No es nada raro que las universidades privadas ahora se hayan diversificado de tal manera que la costumbre de acompañar a los hijos hasta que se graduaran de educación media, más o menos a los 18 años, se haya extendido hasta los 25, promedio deseable en el que se espera que las criaturas, cada vez más aniñadas, terminen una carrera universitaria. Debo aclarar que esta situación no necesariamente es negativa, pues aunque los hijos se destetan a mayor edad, sin duda avanzarán en la vida con un paso más afianzado. Tampoco es negativo que, como producto de la prosperidad económica que algunas pocas familias van teniendo —no la gran mayoría, por supuesto—, se destinen más recursos para la preparación profesional que garantizará condiciones de vida mejores para los descendientes. Finalmente, es saludable también que en un sistema de mercado exista oferta y demanda de todo tipo y que la opción de la educación privada proporcione el servicio de calidad para quien tenga las condiciones y la disposición de pagarlo.

Sin embargo, el gran problema es que en Guatemala la educación privada no es tan solo una opción: subliminalmente es una imposición, y consumirla implica jugar emocionalmente con los compradores; es decir, manipular los sentimientos de culpa de la totalidad de padres de familia de todos los estamentos sociales. En ese colador, al final, solo se quedarán sin ese don preciado aquellos padres que en verdad no cuentan con un poder adquisitivo que les permita granjear una vida mejor a sus hijos, quienes crecerán menos preparados y, sin duda, estarán destinados a desarrollar los trabajos considerados menos dignos dentro del sistema productivo. ¿Qué padre quiere cargar con semejante vergüenza? ¿Quién soportaría vivir con el estigma del conformismo? ¿Qué “padre consciente” desearía semejante mal para su hijo en la competencia de la vida? Quizá solo un padre degenerado. Tener al hijo en un colegio ya no es una opción, sino un deber moral de todo “buen padre”. Y no solo por el tipo de educación, sino porque, como reza el dicho, “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Cualquier padre decente, sin duda, deseará que sus hijos se codeen con la flor y nata social y, con una dramática actitud sobreprotectora, querrán distanciar lo más que se pueda a sus engendros de cualquier mala influencia arrabalera que solo es posible encontrar en el seno de esas cuevas de mareros que han dado en llamarse escuelas públicas.

El punto es que tras todo este aparente e inofensivo juego de estatus que impone la educación privada hay una implícita campaña de desprestigio hacia la educación pública, campaña que nace desde el mismo seno del Ministerio de Educación y que se ha generalizado en todos ámbitos. Los mismos padres de familia se han encargado, sin darse cuenta, de terminar pisoteándola, sin detenerse a pensar que las escuelas públicas mal subsisten gracias a los impuestos que la ciudadanía paga, fondos que prefieren ser destinados para el mantenimiento de una clase politiquera parásita. La educación pública no es deficiente per se, como tampoco la educación privada es eficiente per se. Prueba de ello es que los países más desarrollados invierten demasiado en su educación pública, lo que, además, garantiza otros valores: que sea laica, que sea gratuita, que sea tolerante y abierta a las diferencias. De hecho, con una buena inversión en la educación pública debería darse por sentado que estos estándares se cumplirán. Pero en la miserable realidad guatemalteca, eso nunca sucederá; primero, porque el Estado, manejado por poderes oscuros que lo manipulan desde bambalinas, no tiene ningún interés ni en la calidad de la educación —aunque en el medio educativo se suela manejar el discurso pedagógico progresista— y porque tampoco le interesa despertar consciencia crítica. Así que mediante el sueño consumista, le queda como anillo al dedo que los padres sigan atormentados con sus problemas de conciencia. Es más, mientras los padres de familia se afanen en tranquilizar sus sentimientos de culpa, más dispuestos estarán para no adoptar el rol de ciudadanía que les corresponde. Seguro que es más cómodo abrir la billetera que hacer ciudadanía reclamando una educación pública de calidad. Luego que no se quejen de que tan caro todo, porque ellos mismos han cedido.

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