Una radiografía del magisterio


LeoArturo* es un amigo mío que hace unos ocho años trabajó en un establecimiento para estudiantes de clase media, que más bien va tirando a media-baja, en la colonia Santa Fe de la zona 13. Un colegio católico bien, regentado por curas, donde los imberbes no tan afortunados económicamente aprenden sólidos principios morales y reciben una educación bajo los postulados de la pedagogía constructivista más moderna. Muchos padres de familia que no pueden costear establecimientos privados de lujo, están muy contentos de que sus hijos reciban este tipo de educación en el susodicho plantel, que a pesar de ser privado, recibe una onerosa colaboración de la iglesia católica de esta comunidad y de Cáritas de Guatemala. Hasta aquí, la historia se desarrolla sobre ruedas, sin que nadie sospeche que de puertas para adentro en esta institución se cuecen habas.

Arturo comenzó a extrañarse que cada cierto tiempo, como si existiera un plan diseñado por una mente maquiavélica, algún maestro dejaba de trabajar sin causa aparente. Hasta los profesores y profesoras que parecían estar más adaptados, comenzaron a irse en desbandada. De la noche a la mañana llegaba un nuevo profesor y nadie del personal administrativo era capaz de dar alguna explicación de lo que ocurría. Por supuesto que aquello se fue convirtiendo en una amenaza silenciosa para los profesores que dependían de aquel mísero salario para mantener a sus familias. Entre todos se comentaban por lo bajo quién sería el próximo en salir, hasta que le llegó el turno a Arturo.

Ese medio día, cuando terminaba sus labores, el padre le mandó a decir que antes de retirarse pasara a la dirección. Arturo presintió el mal momento que se le venía encima. Las piernas comenzaron a temblarle, un sudor helado corrió por su espalda y se le hizo un vacío en el estómago, como si su sexto sentido le advirtiera lo que estaba a punto de suceder. Con voz quebrada, como si un nudo le apretara el gaznate, articuló algunas palabras tímidas mientras pasaba adelante y se sentaba frente a los rostros inexpresivos y desafiantes que lo esperaban en la dirección. El padre y la psicóloga del plantel lo escrutaron con mirada inquisidora, lo intimidaron y solo pudo bajar el rostro. De pronto, una llamarada interior invadió su rostro y su campo inmediato de percepción quedó oscurecido.

El padre le dijo que no podía seguir trabajando en el colegio porque no se adaptaba al perfil de maestro que la institución requería. Según él, tenía tendencias homosexuales que constituían un mal ejemplo para los estudiantes. Arturo sintió como si le tiraran un balde de agua fría en la espalda y sin comprender fue capaz de verlos, por un pequeño instante, directo a los ojos fríos y pétreos como tumbas. ¡Jamás hubiera imaginado que sería acusado con aquella fatal sentencia! Más allá de la homofobia gestada en una sociedad machista, más allá de lo que pensara la pareja de arpías que tenía enfrente, le preocupaba el desprestigio profesional que conllevaba esa sentencia, dicha así, de una manera tan estudiada y con una carga humillante, que no solo destruiría su reputación, si es que se llegaba a hacer pública, sino su vida personal: el tejido familiar, las relaciones sentimentales que tenía con su novia. Las palabras que habían salido de la boca del religioso habían sido tajantes.

Definitivamente no podía seguir impartiendo clases allí, a menos que…  Entonces habló la psicóloga, con un tono más conciliador y maternal. En pocos minutos le hizo ver que la homosexualidad era una condición tratable y curable, que su problema tenía solución, que solo bastaba con que se pusiera en tratamiento ─y con quién más iba a ser, por supuesto que con ella─, por el cual se le descontaría una cuota mensual de su ya miserable salario. Pero lo peor fue que Arturo, quizá por no perder su trabajo, quizá por no tener que soportar la vergüenza, quizá por el terror de que su familia llegara a descubrir por qué lo habían echado, quizá por el miedo de que en el futuro no pudiera verse trabajando en aquella carrera por la que sentía un especial afecto, quizá por falta de personalidad, quién sabría decirlo. Terminó aceptando la propuesta: se metería a terapia y así todo quedaba entre esas cuatro paredes.

No cabe duda de que las palabras dichas de manera certera pueden llegar a distorsionar el sentido de la realidad. De hecho, cuando Arturo me confesó en confianza lo que le habían dicho, tenía ya serias dudas sobre su condición sexual. Se preguntaba que si tal vez la admiración que había sentido por un compañero de estudio en los años de adolescencia eran una señal de esa misteriosa homosexualidad que otros habían visto en él; que si su carácter tímido no era una forma de represión sexual que nunca había aceptado o comprendido; que si al tener aquellas malévolas inclinaciones, en realidad merecía ser un educador. Aunque usted, lector, no lo crea, este era el pensamiento de un hombre mayor de 25 años, con estudios de enseñanza media, influenciado por un dizque profesional de la salud mental a quien él había aprendido a ver como una autoridad en los asuntos escabrosos de la conducta humana.

Aquella anécdota fue capaz de sacarme de mis casillas. Cómo era posible que una psicóloga se prestara a aquellas cosas. Me parecía increíble que ignorara las investigaciones más recientes respecto a este tema o que, por lo menos, no supiera que la Asociación Americana de Psiquiatría había sacado a la homosexualidad del listado de enfermedades mentales desde hacía más de tres décadas. Más bien pensaba que a propósito omitía este dato para sacar ventaja de él. Por curiosidad me hubiera gustado saber qué métodos emplearía para “curar” la supuesta homosexualidad de mi amigo.

Le hablé molestó a Arturo. Primero, le hice ver que la condición homosexual no es ni enfermedad ni motivo de vergüenza; y mucho menos puede constituir un motivo de despido. Le aconsejé que se quejara en el Ministerio de Trabajo, a sabiendas de que nunca lo haría, y con toda la razón del mundo, porque seguro pasaría de víctima pasaría a ser sojuzgado y se haría público aquello. Afortunadamente, Arturo, por lo menos, no siguió el tratamiento y decidió irse, como sin duda lo habían hecho muchos de sus colegas ante aquel acoso que muchos nadie se atreve a denunciar por temor de verse expuesto públicamente. Entonces, también comprendí algo más oscuro: cuando los maestros optan por irse con la boca callada pueden ahorrarse el pago de las prestaciones laborales a los que los obliga la ley.

Parto de este punto, precisamente porque mi interés es denunciar un abuso que, al igual que el acoso escolar o bullying, ocurre aunque nadie se queje: el acoso que puede sufrir un docente, ya sea por parte de las autoridades del plantel, ya sea por parte de los coordinadores, por los padres de familia y, en algunos casos, por los mismos estudiantes.

Si bien es cierto que la pedagogía moderna trata de mostrar una figura más gentil de maestro que la presentada por la pedagogía tradicional, la figura de respeto que significó dentro de la comunidad se fue desdibujando cuando la educación pasó a convertirse en un negocio donde imperaron por sobre todas las cosas los valores lucrativos. El maestro pasó, entonces, a convertirse en un subempleado a quien no se le exigió una formación cultural sólida, sino más bien un conjunto de conocimientos ligeros. Así, entre menos formación, menos pago, pero eso sí, para compensar, más hipocresía, más comportamientos socialmente deseables, porque al fin, los maestros forman parte de la imagen de una empresa.

En este punto, es necesario aclarar que son muy diferentes el maestro del sector público y el del sector privado, así como sin duda lo son el de la ciudad y el del campo. Pero dada mi experiencia con el magisterio, me trataré de centrar en los primeros dos: los maestros del sector público pertenecen a un gremio aletargado, que se ha acomodado a un cheque mensual, que pueden llegar a ser tan ingenuos que son incapaces de pensar por ellos mismos. Todas sus fortunas y desventuras son producidas por causa del sistema y depositan por completo su confianza a líderes, como Joviel Acevedo. Se sienten incómodos si tienen que pensar por ellos mismos y como tienen asegurado un sueldo medianamente aceptable, piensan que tienen asegurada la vida después de la jubilación. Si tienen que salir a protestar lo hacen y si tienen que volver a sus faenas vuelven. Pueden pasar trabajando hasta 30 años en la escuela refundida en un área marginal, en el más completo anonimato.

Dentro de la gama de maestros de la iniciativa privada hay más variedad. Por un lado, está el maestro joven de colegio pequeño que acepta un sueldo miserable mientras consigue algo mejor o mientras termina sus estudios en la universidad. Tiene la idea de que no va a ser maestro de por vida y está dispuesto a regalar su trabajo con tal de tener suficiente tiempo para prepararse en lo que realmente le interesa al futuro. Si tiene que soportar a las criaturas, lo hace, aunque por ser tan joven, muchas veces termina involucrándose con ellas más de lo debido: se vuelve novio o novia de las o los estudiantes, se echa los tragos con ellos y hasta puede hacer sus propios negocios con los alumnos. Al final, comprende que la educación es un negocio, como lo comprenden los dueños de los colegios, como lo comprenden las mismas criaturas, como lo comprenden los padres. Una vez no pase ciertos excesos, puede hacer de su estadía una experiencia provechosa. Muchos de ellos, generalmente los mayores y con más responsabilidades, pero con menos estudios, adoptan la modalidad de taxis: salen de un colegio corriendo y llegan a otro a completar su jornada y su salario, o pueden terminar trabajando en jornadas extras con esos prometedores planes de fin de semana.

Ahora bien, clase aparte son los docentes de colegios privados con más “prestigio”, por lo general, personas maduras y con estudios especializados, pero ganando un sueldo que no compensa el pesado trabajo que tienen que realizar. Por lo general, son maestros mejor capacitados, pero que viven toda la vida bajo el estrés y la presión de llegar puntuales, de vestir bien, de aparentar lo que no son, de cumplir con las normas, de hacer planificaciones, de prepara clases, de calificar, de obedecer ciegamente a lo que los coordinadores y directores dicen. Odian a sus superiores, aunque siempre tratan de estar bien con ellos. Algunos se vuelven políticamente correctos y adoptan la ley del camaleón. Por lo general, el estrés que manejan no les da tiempo ni para experimentar la frustración. Por lo demás, están conscientes de que son los sirvientes de sus estudiantes y puede que haya alguien que, constantemente, se muestre inconforme de este papel, pero nunca se atreva a rebelarse. Por lo común, a ellos se aplica el lema de que “el cliente siempre tiene la razón”. Por supuesto, al ser trabajadores de la iniciativa privada no pueden asegurar su jubilación. A lo más que pueden aspirar es a una modesta jubilación del IGSS si tienen los suficientes nervios de acero para reprimir sus emociones los treinta o cuarenta años de servicio productivo. Por lo demás, mucho de su potencial se desaprovecha o se queda perdido entre los trajines del día a día, porque al final, a los colegios de este tipo lo único que les preocupa es dar la impresión de que son una escuela eficiente y altamente productiva. Por lo general, suelen ser las instituciones que tienen reglas y valores más rígidos y sus maestros suelen ser ver las situaciones en blanco o negro.

Por supuesto, quien no conoce un poco al gremio magisterial en general, no se puede dar cuenta que muchos de los males no están en el mismo maestro sino en el sistema en general. Si bien es cierto que es una realidad que el maestro de hoy en día no suele ser una persona preparada, también es cierto que gran parte del sistema educativo está diseñado para que esto suceda así. Si bien es cierto que mucha de su formación intelectual apenas supera la de sus propios pupilos, existen otra serie de factores que nos muestra como resultado las deficiencias de un sistema, producto de una coyuntura histórica. Claro, para el público será más cómodo culpar los problemas educativos a las deficiencias docentes. Las carteras de Educación pueden llenarse la boca promoviendo cambios prometedores, adornados con un discurso lleno de basura y palabras ostentosas, sin llegar a comprender, que la mejor educación es aquella que hará a los seres humanos libres, felices y no máquinas productivas o trabajadores alienados.

Recuerdo cuando estudié magisterio y se nos lavaba el cerebro con aquella cantaleta de que el trabajo magisterial requería vocación. Por supuesto que no dudo que la vocación es un elemento esencial para la ejecución de cualquier trabajo, pero en realidad, las condiciones en que muchos profesores trabajan son paupérrimas. Suele ganar un salario de medio tiempo cuando en realidad trabaja tiempo completo, pues obviamente la revisión de trabajos y exámenes, y la planificación de clases, se hace en jornadas fuera de labores. Además, se exige de él que tenga una vasta cultura general, cuando el sueldo de miseria que recibe apenas le da para mal comer; y no se espere que lo piense invertir en cultura. A más de eso, se le exige corrección en todo momento, dar el “buen ejemplo”, como si fuera imperdonable que cometa algún tipo de error “moral” que lo humanice. De él se exige perfección. Junto a este sentido alto de la moral burguesa, jamás se debe dar el lujo de cometer ninguna inexactitud académica (aunque esto solo sea de labios para afuera, puesto que debido al carácter de subempleo que esta profesión ha ido adquiriendo, esta exigencia se ha vuelto más liviana en los tiempos que corren, inversamente proporcional a la exigencia moral que se espera de ellos).Por lo demás, termina siendo la sirvienta de los niños y debe quedar bien al mismo tiempo con dios y con el diablo: extremadamente adulador con sus superiores, sean padres de familia, coordinadores o directores; y excesivamente crueles y amargados con sus pupilos, quienes además se convierten en sus naturales enemigos desde el momento que pisa las puertas del aula.

Siempre he afirmado que para instituciones castrantes, la educación nacional se lleva los laureles: además de matar toda la creatividad del estudiante, para convertirlo en una pieza que funciona en el sistema de producción; mata toda iniciativa del maestro y anula su personalidad, convirtiéndolo así en una sombra que tristemente deambula entre sus aulas. Y claro, mientras menos dignidad tenga, mientras menos preparado esté, mientras más se le pueda pisotear en ese prostíbulo de negocio que el Ministerio de Educación junto con la iniciativa privada ha montado, mejor para los mercaderes de la educación, porque al quedar sin voz ni voto, es más útil a sus intereses mercantilistas. La apatía, la neurosis, la frustración, el conformismo, la falta de creatividad, el analfabetismo funcional son tan solo unos pocos síntomas de un sistema educativo podrido y corrompido.

*Arturo es un nombre ficticio, pero el hecho es real.

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