Una revolución de señoritos


LeoNicaragua salió a manifestarse y en unos cuantos días logró que su dictador diera marcha atrás a la reforma que pretendía imponer. El pasado revolucionario de este pueblo bravío volvió tomar brillos. La juventud universitaria nicaragüense demostró que no está dispuesta a que le den gato por liebre. Aunque hubo lamentables muertes, parece que los nicas aprendieron muy bien la lección histórica que les dejó el doloroso régimen somocista. Ese espíritu luchador talvez provenga de que este país no se ha dejado endulzar el oído con las ideas imperialistas y neocolonialistas que, irónicamente, por la misma revolución sandinista no han parecido encontrar tierra fértil.

Me he quedado admirado de oír cómo los jóvenes nicaragüenses, en medio de esta gesta sangrienta, tienen una visión más amplia de su pasado y están dispuestos no solo a derrocar a Ortega, sino a impedir que la derecha conservadora aproveche la coyuntura para solicitar una intervención estadounidense y que Nicaragua corra una desventurada historia ya conocida y que los guatemaltecos, salvadoreños y hondureños también conocemos muy bien.

En Guatemala, en cambio, nos encanta hacer revoluciones de fin de semana con vuvuzelas y pancartas, tan políticamente correctos, tan obedientes, tan ingenuos como para creer que los grupos dominantes, incluyendo gobernantes y oligarcas, están dispuestos a ceder o, por lo menos, dialogar.

En poco más de dos años de manifestaciones podemos decir que solo nos han dado atol con el dedo y nos fascina que nos lo den. Hemos asistido a la Plaza de la Constitución creyendo que lo hacemos por voluntad propia pero sin darnos cuenta la manera como fuimos usados por los grupos que ostentan el poder. Hemos vivido la ilusión de que derrocamos al gobierno de Otto Pérez y llegamos a la plaza como se va al cine a ver películas en tercera dimensión: comiendo poporopos y con las manos limpias. Nos creímos eso del protagonismo social del pueblo cuando en realidad se burlaron de nosotros en nuestras plenas narices.

Guatemala creyó que había logrado su cénit histórico tras expulsar a los corruptos de turno en 2015, pero la mejor prueba de nuestro fracaso es el retroceso que hemos tenido hasta el día de hoy, todo por no conocer nuestra propia historia, todo por no saber ni siquiera dónde estamos parados, todo por estar dispuestos a aceptar pasiva y detestablemente el guion de quienes nos imponen esa falsa idea de nacionalismo.

Aunque el actual presidente no sea santo de la devoción de este país ―y merezca ser echado del gobierno de la manera más humillante e ignominiosa que una mente retorcida pueda imaginar―; aunque se merezca el mayor de los escarnios públicos por asumir un cargo para el que obviamente no estaba preparado; aunque esté de acuerdo con que debe enfrentar la ley, ser juzgado y condenado; ante estas razones y más, insistiré en nuestra gran responsabilidad ciudadana por permitir que la situación llegue a estos puntos de inercia.

Nuestra visión fragmentada y limitada de la realidad —y me refiero exactamente al revolucionario citadino de fin de semana—, nuestra inconciencia del pasado, nuestra carencia de sentido histórico nos ha convertido en una sociedad de reacciones primarias. Desde nuestra perspectiva casi infantil vemos al presidente como al padre de la patria y creemos que con un berrinche público, casi como balbuceo, le daremos su merecido cuando se ha comportado mal. Pero somos incapaces de ver el problema estructural de diferencias y desigualdades que se viene librando en este pequeño país desde la época colonial. En nuestro mundo idílico, ilusamente nos empeñamos en creer que botando a uno y otro presidente hacemos revolución.

Pero lejos estamos de eso. Nuestra imaginación pequeñoburguesa nos juega bromas de lo más grotescas. Queremos hacer revolución, pero nos aterra la verdadera desobediencia civil. Nos horroriza salir a pelear a las calles y ensuciarnos las manos. ¡Ah! Pero eso sí: si viene el «indio acarreado del campo» a protestar, si nos tapan las calles, si sitian nuestro pequeño feudo ridículamente llamado «ciudad», entonces ahí sí alegamos y nos llenamos de tufos. Nosotros, los clasemedieros burgueses de la capital tenemos nuestra propia idea de revolución: la de tomarse selfies en la plaza como para decir que promovemos el cambio; la diseñada y manipulada por los criollos modernos; la que excluye a los «indios marginales y revoltosos» por «choleros» sin tomar en cuenta que este ha sido el segmento de la población más afectado por las desigualdades. Nuestra revolución de parque temático donde no se incomoda a nadie. Al fin, nuestra revolución de señoritos.

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