Unos ridículos preciosos


Leo

El domingo 22 de septiembre bajó de escena la temporada de Las preciosas ridículas, que fue presentada en el Teatro de Cámara del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, dirigida por Flora María Méndez. Debo aclarar que, aunque no son muy dado a gustar de las adaptaciones en las que se aprovechan los chistes de la coyuntura con el fin de crear efectos cómicos que inútilmente inducen a la risa de los espectadores —recurso facilón y demasiado barato, desde mi punto de vista, que solo denota una actitud complaciente con un público a quien le interesa buscar el teatro por mera diversión o por pura evasión—, este espectáculo tuvo otra serie de aciertos y valores que a mi parecer lo convierten en una propuesta plástica y artística interesante.

Vamos por orden. En primer lugar, me supo muy interesante que la obra fuera interpretada solo por actores varones y que, encima de eso, fuera dirigida por una mujer. En principio, eso ya le da otro nivel de lectura al discurso escénico, muy distinto al propuesto por Molière, en la corte de Luis XIV. Por lo menos, es posible apreciar una búsqueda plástica distinta a la que el dramaturgo propone inicialmente, lo cual es enteramente válido, amén de lo que piensen los puristas de la literatura. De hecho, la adaptación se convierte muy necesaria, pues las pautas culturales que regían en la real corte francesa del siglo XVII eran muy diferentes a las de un minúsculo país subdesarrollado en pleno siglo XXI. No así, con esto no estoy diciendo que adaptar sea poner en boca de los personajes el habla de los buenos chapines o que las situaciones originalmente presentadas se relacionen con las que ocurren en el contexto inmediato. Esa es una forma demasiado superficial de adaptar y de la cual ya he señalado en el párrafo anterior como una debilidad de la puesta en escena.  A lo que me refiero es a otras formas de explorar el espacio y el movimiento, a otras formas de manipular los signos teatrales más acordes a los vientos que soplan en esta época, donde ya no se puede permitir una lectura literal, como lo mencioné en otro artículo, de la obra dramática propuesta por dramaturgos canónicos.

Aunque el uso de recursos al estilo del teatro de Grotowski  tampoco representa una novedad dentro del teatro guatemalteco, lo realmente interesante es la manera como esta escasez de elementos remiten a significados precisos que identifican a cada uno de los personajes. Los pocos elementos de utilería y vestuario en este montaje minimalista —por llamarlo de alguna manera— sugieren, pero es la expresión del actor la que termina de completar las ideas, expresión que requiere de versatilidad, de un mínimo de entrenamiento corporal y que, en la mayoría de los casos, los actores parecen dominar muy bien. En realidad, con esto se demuestra una vez más que en el teatro se puede prescindir de todo el aparataje escénico siempre y cuando el actor esté consciente del adecuado manejo de los instrumentos expresivos indispensables —su cuerpo y su voz—; que, en esencia, mientras un actor domine estos instrumentos, un montaje puede conservar todavía su espectacularidad, porque a fin de cuentas, todo en el teatro llega a cobrar vida gracias a la habilidad interpretativa del actor.

El contraste más llamativo es la feminización de las líneas en cuerpos masculinos y angulosos, principalmente en los personajes femeninos, pero no exclusivamente en ellos. Y no hablamos precisamente de cuerpos atléticos que parecieran haber salido de un taller de Fidias, sino más bien corporalidades que corresponden a la norma: algunos más gruesos y otros más esbeltos. Cuerpos de actores, en fin,  no de bailarines ni de fisicoculturistas, pero precisamente por eso, capaces de expresar a través de su tórax, de su pelvis y de sus extremidades, las sutilezas de los personajes que encarnan.  En este aspecto, descuella la interpretación de Iván Martínez, cuya experiencia interpretativa, paralela a las horas de entrenamiento corporal que ha acumulado, le permite generar un sinfín de expresiones sin caer en estereotipos propios de la danza clásica.

Merece un párrafo aparte la riqueza de matices que transmite la mímica del rostro, y en esto se llevan los laureles los personajes femeninos interpretados por William García Silva, Adolfo Portillo y Brayan Segura, los cuales están en perfecto equilibrio con el carisma que presentan Víctor Leal, Víctor Moreira y el mismo Iván Martínez.

El montaje de Flora María Méndez se caracteriza, además de la reinterpretación personal del texto, por la limpieza y precisión de su movimiento, aspecto muy descuidado en otros montajes que pretenden cumplir con ciertos estándares de teatro académico. Un montaje que se encamina a lo dancístico sin prescindir de la farsa original, cuyos resultados van más allá de la pose y del clisé, fácil de llegar a ellos cuando se monta teatro clásico o cuando se hacen experimentos de expresión corporal.  Mi única recomendación es que preste más atención en el decir plano que ciertos personajes emiten a ratos y que trabaje más la expresión corporal y la energía de Guillermo Monsanto, que desentona con la del resto del elenco. Por último, que evite el abuso de la posición en línea recta de los actores en el escenario, que limita la riqueza visual que podría ofrecer una exploración espacial del cubo escénico.

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