VIII Festival Nacional de Teatro: una fiesta para la imaginación y la diversidad


Leo

Hace apenas un par de semanas, el movimiento teatral guatemalteco vistió oropeles de filigrana gracias al VIII Festival Nacional de Teatro, organizado por la Red Guatemalteca de Teatro. Para los amantes de esta disciplina artística, ya sean espectadores, estudiantes de teatro o teatreros profesionales, esta experiencia fue una magnífica oportunidad para apreciar la diversidad de visiones que tienen los actuales creadores de la escena nacional, diversidad que puede equipararse a una escala sinusoidal proyectada al infinito por la que desfila toda una gama de colores, sabores y olores de esta tierra tan disímil en cuanto a su variedad de riqueza cultural. Pero más que una burda comparación con elementos puramente autóctonos, hablamos de saludables diferencias en la forma de pensar y de percibir el mundo, reflejadas en puestas en escena variopintas que expresan, cada una a su manera, la poética particular de sus creadores: dramaturgos, directores, actores, técnicos… al final de cuentas, los artistas de estas latitudes son herederos de una tradición barroca que de alguna manera se vio plasmada en la diversidad estética presentada en tan poco tiempo y en tan reducido espacio: el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, entre el 2 y el 13 de abril. En este sentido, en un país tan maltratado y con necesidades tan urgentes por solventar, este espacio representa un respiro y una oportunidad para que los ciudadanos puedan apreciar la producción estética de tantos y tan valiosos artistas, producciones que difícilmente pueden aglutinarse en otros eventos.

Al final del festival y con todos los problemas que pudieran suscitarse, queda un sabor agradable de la escena nacional y una visión optimista hacia el futuro. La muestra de trabajos presentada, con sus aciertos y fallos, indica que en Guatemala todavía es posible construir un movimiento, a pesar de los turbios senderos por los que este arte, tan fácil de prostituirse, ha atravesado. Cuando se piensa que el movimiento teatral nacional se ha muerto; cuando se presiente que la época dorada del teatro no es más que una añoranza del pasado; cuando se supone que no hay un público capaz de apreciar el delicado bordaje de una propuesta artística; cuando el creador de teatro se enfrenta día a día con el dilema de vivir a las sombras de un sistema al que no le importa, por intereses de poder, establecer políticas culturales ni reconocer el trabajo de sus poetas escénicos; cuando se aprecia con amargura la pérdida de espacios destinados a la cultura y, específicamente, a la creación escénica; cuando parece que ya todo está perdido; es en ese preciso momento cuando surge un festival que, en su esfuerzo por reunir las mejores propuestas, demuestra que el teatro sigue vivo, que en los teatreros todavía prima, sobre cualquier tipo de interés utilitario y sobre cualquier idiosincrasia particular, la necesidad de expresar con la mayor autenticidad y nobleza los problemas humanos y sociales que atañen a su entorno. Es inevitable, entonces, que el teatro se convierta en un instrumento de denuncia política, pero no se entienda como tal a la política partidista referente a los asuntos enmarañados del gobierno, sino a su condición más amplia: la de exponer con agudeza aquellos temas que causan comezón en la memoria colectiva; la de poner el dedo en la llaga para hacerla supurar con toda la irreverencia que caracteriza al artista; la de provocar sacudones de conciencia capaces de estremecer al espectador; todo esto, mediante un lenguaje poético que apele a los sentidos, a la imaginación y a los sentimientos; un lenguaje pletórico de significados y sugerencias; un lenguaje original, rico en valores estéticos que hagan de los discursos escénicos algo más que lecciones de vida o expresiones panfletistas; un lenguaje que aspire a formar una realidad alterna, más poética y más esencial. Esa indisoluble unidad entre forma y contenido, traducida a expresión corporal, a gestos, a voces, a sonidos, a luces, a elementos de ambientación, a todas las posibilidades expresivas del signo escénico.

El festival abrió con el reconocimiento al dramaturgo Antonio Guitrón, oriundo del municipio de Coatepeque, en Quetzaltenango, lo cual muestra también la saludable conciencia descentralizadora que esta actividad va cobrando no solo entre los profesionales que se dedican a esta disciplina, sino también en la sociedad en general, en vista de que todavía queda un largo camino por recorrer para llevar arte y cultura a todos los lugares y a todos los estratos sociales del país. La descentralización conlleva, por supuesto, el cambio de estructuras mentales muy propias del pensamiento elitista que tiende a concentrar la actividad artística y cultural en los centros urbanos, con menosprecio de la actividad realizada en las áreas rurales o en ciudades pequeñas. Es claro que, además del espacio de expresión, estas actividades propician el intercambio entre los artistas citadinos y los artistas departamentales; pero también aglutina a artistas provenientes de diferentes estratos y, como ya lo dije anteriormente, distintas visiones que representan la “Guatemalidad”. Interesante sería que, además del corto espacio de convivencia, los grupos trabajaran más de la mano para generar otros espacios fuera de la capital.

Pero dejando esto a un lado y volviendo a la apertura del festival, fue acertadísima la elección de la puesta en escena que inauguró el evento el día miércoles 2 de abril en el Teatro de Cámara Hugo Carrillo: me refiero a La orgía, presentada por el grupo Teatro de Arte Universitario (TAU), de la autoría del colombiano Enrique Buenaventura, dirigida por Angelo Medina y actuada en su totalidad por estudiantes de arte dramático de la Escuela Superior de Arte. Una mujer que ha quedado en la ruina tiene el hábito de reunir una vez por mes a personajes del lumpen para realizar una reunión en la que estos miserables pueden comer y beber a sus anchas. Como aparece consignado en el programa de mano: “Es una aguda crítica de la corrupción, de la explotación y de la injusticia social que reina en los países latinoamericanos” (programa de mano, p.4).

Desde la apertura del telón hasta su cierre, la puesta en escena se caracteriza por mantener la atención del público, quien pasa de la risa a la admiración por el grado de sordidez que se llega a presentar. Pero todo esto se consigue gracias a la versatilidad de los actores y a la visión plástica del director, quien juega tanto con los elementos dinámicos (movimiento, expresión corporal del actor, niveles y planos) como con los estáticos (el decorado, la utilería y el manejo de volúmenes y pesos en el espacio). De hecho, excepcional efecto causa el equilibrio que algunos actores guardan sobre conos que hacen girar con las piernas. Pero quizá lo mejor de la propuesta es la limpieza del movimiento y de las caracterizaciones, que además se sostienen durante toda la presentación y que van llevando de manera natural, a pesar de lo grotesco de los personajes, al clímax de la historia.

El día jueves 3 de abril, siempre en el Teatro de Cámara, donde se llevaron a cabo la mayoría de los eventos, el público se dio cita a la presentación del Laboratorio Teatral de la Universidad Rafael Landívar, La música desde la ventana, con la interesante dramaturgia de René Estuardo Galdámez y la dirección de Patricia Orantes. Esta obra es un híbrido entre tragicomedia y teatro musical protagonizada por Juan Ángel, interpretado por Roberto Díaz Gomar, un hombre que, tras muchos años de exilio es asediado por remembranzas de diferentes etapas de su vida que se confunden y mezclan entre sí, como fantasmas: recuerdos de la infancia, de la feliz adolescencia y de sus épocas de intelectual militante durante el conflicto armado.

En particular, la dramaturgia resulta interesante por la manera habilidosa con que Galdámez mezcla las distintas facetas de la vida del personaje y la manera como estas facetas, al final, van encajando para marcar el cierre de la historia, aunque cabe aclarar que no siempre la combinación termina siendo clara. No obstante, es una historia que mantiene su consistencia hasta el final. Esto no significa que en el plano técnico-actoral no haya todavía muchos aspectos susceptibles de mejorarse, principalmente en el uso de la técnica actoral: muchos de los actores abusaron del realismo que quisieron imprimir a sus personajes, lo que impidió que proyectaran su energía y, con ello, llenaran el escenario con su presencia. Es el caso del protagonista, pero también de otros actores secundarios, cuya interpretación contrastaba visiblemente con la de otros actores que sí se mantuvieron vivos, por lo menos en sus intervenciones, entre ellos Esvin López y Mariam Arenas, quienes a ratos conseguían levantar el ritmo de la pieza, y de la misma Patricia Orantes que, desde mi punto de vista particular, realizó la mejor caracterización.

El día viernes de nuevo se abrió el telón con la presentación de Dios es máquina, dirigida por Daneri Gudiel y con textos atribuidos a Woody Allen. La historia se ambienta en la antigua Grecia, durante el ensayo de una comedia, en donde uno de los comediantes (interpretado por Luis Carlos Pineda) se ve obligado a llevar un mensaje al rey para obtener así su libertad, pero sin sospechar que al ser portador de malas noticias, lo único que encontraría sería la muerte. Sobresale, a lo largo del desarrollo de la pieza, la escena melodramática final en la que constantemente se superponen los planos de la ficción y de la realidad, a manera de tratar de recordarle al público en todo momento que asiste a una representación. Este es un recurso brechtiano válido dentro del contexto dramático, aunque en muchas ocasiones se abusó de él, introduciendo chistes y mofas que hacían alusión a la realidad nacional y, en casos muy particulares, a rasgos de la personalidad de los mismos actores, situaciones que para el público que desconoce esta información pasan totalmente inadvertidas. De hecho, en algunos casos, se puede percibir como un recurso desesperado por intentar llamar la atención del público.

No obstante, debe reconocerse que esa dualidad entre realidad y ficción es consistente en todo el desarrollo, aunque no se logre identificar, en ciertas ocasiones, si la sobreactuación, es un recurso incluido con una intencionalidad o si bien es una debilidad de interpretación que no fue adecuadamente manejada por la dirección. De la misma manera, algunos aspectos que podrían mejorarse en la pieza son el trabajo de la versatilidad en los actores, que mantuvieron casi siempre una actitud demasiado plana; y la distribución de los actores en el escenario, de manera que formen cuadros plásticos más interesantes que rompan la alineación horizontal. Finalmente, esa sensación de superposición entre ficción y realidad se reforzaba por otro recurso brechtiano interesante, aunque no muy novedoso: la introducción de videos, incluyendo uno en el que se representa al mismo autor interactuando con los personajes.

El sábado 4 de abril tuvo lugar la propuesta interesantísima del grupo Andamio Teatro Raro, dirigida por Luis Carlos Pineda, quien ha acumulado toda una trayectoria de teatro social y con marcada tendencia política, reflejada en el sello personal que le sabe imprimir a sus trabajos. Me refiero exactamente a la creación colectiva Tierra, interpretada de manera magnífica por Margarita Kenefik, Josué Sotomayor, Aldor Divassi, Camila Camerlengo y Rubén Ávila Gálvez. La experiencia con Tierra es, sencillamente, devastadora y desgarradora. De hecho, a través de este experimento, Luis Carlos demuestra que el buen teatro no necesita del uso excesivo de palabras para transmitir su contenido. La carga semántica de la expresión corporal y los gestos pueden sustituir y casi eliminar el signo de la palabra. Experimento interesante, además, porque hace evidente la búsqueda de un teatro más visceral y primitivo, que se divorcia por completo de la anécdota y se centra en la expresión de los estados anímicos.

Por supuesto que acorde con su estilo, la obra no pierde de vista el tema central, centrado en el abuso de poder y en la explotación del hombre por el hombre, temas vigentes en Guatemala y, al mismo tiempo, universales. No puedo dejar pasar por alto la riqueza de matices plasmada en el rostro de los personajes y reforzada por el trabajo corporal que realizaban casi desde una caja dividida en cuatro compartimentos. Si a esto se le une la sobriedad escénica y la concepción minimalista, el espectáculo termina siendo una forma de teatro expresionista que desborda la riqueza de sus significados para placer estético de los espectadores.

Y como en todo festival, la oferta de teatro infantil no podía estar ausente. El domingo por la mañana se presentó el colectivo de títeres chileno Arriba los humanos, grupo internacional invitado, conformado por Enrique Crohore Niño, Laura Soledad Mac Laughin, Héctor Cesano y Ema Peyla. En esta ocasión, presentaron la obra Un botón en mi cabeza, la hermosa historia de Clott, un niño al que le nace un botón en la cabeza y, precisamente por eso, es diferente a las demás personas.

Sin duda, esta historia fantástica tiene una intención didáctica y axiológica muy clara: la aceptación y tolerancia, encaminadas a inculcar la defensa de los derechos humanos y la valoración de las diferencias en la construcción de una sociedad democrática. Su trama singular prescinde de los argumentos trillados que el teatro para niños suele presentar. Además, la versatilidad de los titiriteros es tal, que se hace innecesario el uso de un aparataje complejo para capturar la atención de los espectadores, sean adultos o niños. El único detalle que significa una desventaja es, quizá, que los títeres resultan demasiado pequeños para el espacio donde se llevó a cabo la puesta en escena (el Teatro de Cámara), lo cual, probablemente, implica redoblar los esfuerzos para mantener la atención a un público tan exigente como el infantil.

Lamentablemente, a partir del domingo al mediodía hasta el martes tuve que ausentarme de la ciudad por motivos compromisos de trabajo, lo cual impidió que apreciara las propuestas escénicas de los grupos Títere fue, con El hombre que lo tenía todo, todo, adaptada, dirigida e interpretada por Antonio González; el grupo Hormigas, con la creación colectiva Jícaras, chicharras y bambú, en la que actuaron Camilo Magdaleno Ramos Yax, Jesús Encarnación Puac Cuá y José Juan Puac Cuá; ambas presentadas el domingo 6 de abril por la tarde. Además, la obra Domingo mañana del grupo Somos teatro, que se presentó el lunes 7 en la sala Tras Bastidores, con autoría de José Luis Alonso de Santos, dirección de Cesia Franco y actuaciones de Beldad Soto y Francisco Hurtado; y la puesta en escena Cementerio de elefantes, presentada el martes 8 por Espacio Blanco, basada en textos del dramaturgo cubano Fabián Suárez, dirigida por Mercedes Blanco y actuada por Tatiana Palomo, Josué Sotomayor, Daniela Castillo, Mynor Barillas, José Peñalonzo y Fernando Martínez.

El miércoles 9 de abril, el Grupo Raíces presentó la comedia del absurdo La lección, de Eugéne Ionesco, dirigida por Carlos García e interpretada por Sergio Salazar Say, Nataly Rosales y su servidor. En esta historia, “una alumna se presenta en la casa del profesor para recibir una tutoría en la que reforzará sus estudios, este hecho desencadena una serie de acontecimientos que van degenerando hasta un final inesperado y grotesco” (ibíd. P.8). Para evitar caer en subjetivismos, me abstengo de hacer comentarios de esta puesta en escena, prefiriendo que sea el público quien hable de ella.

Aunque me fue imposible asistir a la presentación del día jueves 10, El zoológico de cristal, de Tennessee Williams, presentada por el grupo Centauro y dirigido por Fernando Juárez, tengo la certeza y doy fe del excelente trabajo de dirección y de actuación que este grupo realizó, no solo por la trayectoria que tiene sino porque tuve ocasión de verlos en temporada en octubre del año pasado. Todavía recuerdo las soberbias interpretaciones contenidas de sus actores, principalmente de Marylena Jerez y María René Díaz; los movimientos justos y precisos de los actores que representan a los animales del zoológico de cristal; la interesante interacción entre los personajes reales y los personajes fantásticos, y el valor simbólico constituido por la suma de todos los elementos que se conjugan entre sí. Solo me resta decir que la mayor nostalgia que causa este tipo de montajes es que, como todo en el teatro, sean efímeros. Muy bien por el grupo Centauro.

El día viernes 11, el grupo La lumbre presentó de nuevo Las preciosas ridículas, de Moliére, dirigida por Flora María Méndez, con caracterizaciones muy bien logradas de cada integrante del elenco, en su mayoría estudiantes de la Escuela Superior de Arte. Debo decir que también tuve la oportunidad de ver este trabajo durante la temporada que realizaron el año pasado, y, además del trabajo corporal, me llamó la atención la visión particular de la directora al atreverse a presentar actores varones en calzoncillos, representando indistintamente los roles masculinos y femeninos, como si tratara de decirnos que al desnudarnos todas las personas podemos llegar a ser capaces de descubrir nuestra faceta ridícula. En definitiva, es un trabajo que merece la pena ser visto, precisamente porque actualiza un tema de la comedia clásica: la pedantería y el ridículo.

Ya en la antesala de la clausura, el día sábado se presentaron dos espectáculos: el primero de ellos, una creación colectiva basada en un texto de Marco Canale y dirigido por Patricia Orantes llamado La cuerda y el fuego (Ralk Wal Hunahpú). Esta obra presenta los amores entre Juliana y su novio, dos jóvenes indígenas que ven imposibilitados sus deseos por los prejuicios de clase que tiene la familia de Juliana hacia el muchacho. Toda la trama se desarrolla en el medio rural guatemalteco. La presión de su familia porque abandone esa relación y el castigo que recibe al ser colgada de un árbol refleja la violencia doméstica ejercida dentro del sistema familiar patriarcal, producto de la violencia heredada desde la época colonial. Al final, Juliana no encuentra otra opción que la del suicidio.

La obra se caracteriza por su ritmo lento y ceremonioso. De hecho, la acción dramática ocurre dentro de un círculo que recuerda los ritos y ceremonias mayas, y al mismo tiempo se emparenta con el ritual de la representación teatral, puesto que la acción comienza en el preciso momento en que los actores-personajes cruzan el círculo, mientras que afuera de él mantienen una actitud neutral. Sin embargo, el uso de este elemento podría maximizarse si la historia, al final de cuentas, se hubiera metaforizado. Lamentablemente, esto no sucedió y el contenido no fue más allá de la trama prosaica desarrollada en una historia lineal. Por otra parte, el principal mérito de este montaje estriba en el trabajo de dirección con actores que, sin ser profesionales, aportaron desde su visión indígena la estructuración de la puesta en escena. Al respecto, si bien es cierto que las creaciones colectivas dirigidas no son metodologías novedosas, llama la atención el hecho de que, además de esto, representen un texto de autor. Sería interesante conocer el guion original para determinar hasta qué punto el resultado presenta la visión de la comunidad a la que pertenece el grupo de actores y hasta dónde interviene la visión y mediación del autor y la directora.

El segundo trabajo de esa noche fue presentado por el grupo Popol Vuh, del municipio de San Pedro Sacatepéquez, Guatemala. Historias de mi pueblo es el nombre de la propuesta, con la dirección compartida de Efraín Tunche Ajciginac y Edgar Apixola Monroy. “Esta es la historia de un pueblo, como muchos en Guatemala, que es llevado de la mano del reelecto alcalde hacia el mismísimo infierno. Esta es una historia donde la corrupción y el abuso de poder están a la orden del día y donde la única forma de salvación es el levantamiento del propio pueblo conducido por líderes y lideresas consecuentes con su comunidad” (sic) (ibíd. P.10).

En contraste con la primera presentación, el ritmo es mucho más ágil y musical. De entrada, llaman la atención con la posada que ingresa por el patio de butacas y que introduce de lleno al conflicto. Luego, la historia parece estar muy bien estructurada por los principios de gradación, de modo que los hechos fundamentales aparecen naturalmente urdidos con escenas cotidianas que van acumulando la tensión dramática hasta el desenlace. En contraparte y a pesar del carisma que presentan los actores, es posible reconocer poca técnica actoral, no solo en el manejo del espacio, sino también en los desplazamientos y en las caracterizaciones, que a ratos parecían (y aclaro que no lo digo en sentido despectivo, sino más bien apelando a la juventud de los intérpretes) actos escolares. Sin embargo, se reconoce y aplaude la labor realizada en estos primeros pasos.

El domingo 13 de abril por la mañana, de nuevo se presentó teatro para niños, esta vez con la adaptación de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, producida por Thriambos y dirigida por Luis Román. “En la inmensa soledad del desierto del Sahara un pequeño avión ha tenido que efectuar un aterrizaje forzado. El piloto, único tripulante de la máquina, se encuentra con un pequeño niño que proviene de un lejano planeta. De la mano de ese niño, la acción nos lleva por un mágico sendero hacia los confines del universo exterior y la profundidad del alma humana” (ibíd. p.11).

En lo que respecta a la dramaturgia, esta fue una adaptación bastante completa del relato original. Referente a la concepción escénica, es un trabajo con ideas plásticas interesantes y muy bien caracterizadas, aunque todavía se podrían explorar más. De cualquier modo, al final queda la duda si el contenido ha sido adaptado adecuadamente para niños de todas las edades, porque la naturaleza misma del texto presenta un problema estructural: aparentemente tiene como destinatario un público infantil, sin embargo, en algunos momentos, es capaz de tocar temas filosóficos de profundidad que, de no trabajarse detalladamente, podrían pasar por alto para el receptor. Al respecto, cabría la posibilidad de replantearse el problema del destinatario.

Con palmas y laureles, el festival clausuró con un agradable sabor gracias a la presentación del grupo Sotz’il, llevada a cabo en el Cubo escénico, con la propuesta titulada Uk’u’x Ulew (Esencia de la Tierra), dirigida por Víctor Barillas. Al respecto, de los trabajos de Sotz’il solo puedo afirmar que son una verdadera fiesta para los sentidos. Las representaciones que de ellos he visto me han confirmado que la excelencia en el teatro habla por sí misma y que un buen trabajo teatral puede romper las barreras de comunicación establecidas por el idioma. De esta manera, a este grupo en particular se le debe reconocer como uno de los colectivos que han explorado al máximo las posibilidades de sus instrumentos de trabajo: el cuerpo, la voz y los elementos del entorno que adaptan a la representación.

En este caso, Sotz’il nos presenta una propuesta escénica en la que “Los elementos naturales manifiestan su energía a través de cantos, melodías y movimientos. Engendran la vida y la hacen danzar, traza su camino en la esencia de la madre tierra al ritmo y claridad de la abuela luna, camina cautelosa por el aullido preventivo del perro ante el presentimiento de la disonancia creada por una fuerza contraria” (ibíd. p.11).

No cabe duda que, en los últimos años, este colectivo se ha convertido en un referente de la cultura guatemalteca, precisamente porque su trabajo va mucho más allá del rescate folclorista de tradiciones ancestrales. Es más bien una búsqueda concienzuda de la identidad del pueblo kakchiquel, precisamente hecha por un colectivo kakchiquel que quiere rescatar lo más puro de su cultura vernácula, o más que eso, que desea vivir y expresar su identidad.

Cuando reflexiono sobre el trabajo de Sotz’il siempre me acuerdo de la función primigenia del teatro griego: más que un espectáculo dirigido a élites, como después tomó rumbo el teatro occidental, el teatro griego nació ante la necesidad de celebrar y agradecer a lo sagrado. Desde este punto de vista, el carácter sacro del teatro griego lo vinculaba de una forma vital a la vida social. Los griegos no iban al teatro con el espíritu deportivo al que, más tarde, sus predecesores romanos asistieron. Así pues, al apreciar el trabajo de Sotz’il, es posible disfrutar esa comunión entre lo sacro y lo profano; entre lo divino y lo cotidiano.

Antes de cerrar este artículo, todavía quedo pendiente de un par de puntos que no quisiera que quedaran en el tintero. El primero de ellos es el agrado con el que miro la realización de los tres talleres que se impartieron durante estas dos semanas, aunque por cuestiones laborales se me hizo imposible asistir a ellos. Importante la parte formativa, porque solo eso hará que la calidad de nuestros espectáculos cobren magnitudes colosales. No recuerdo muy bien quién decía que, en países como los nuestros, la formación teatral a través de talleres era mucho más significativa que la realizada sistemáticamente en una escuela de teatro. En lo personal, pienso que una escuela de teatro puede dar una base que, luego, puede complementarse perfectamente con talleres, porque el individuo, comprobado está, nunca deja de aprender. Pero me agrada sobremanera que uno de los talleres haya sido impartido por Marcelo Solares, un joven actor guatemalteco a quien, por cierto, considero muy talentoso, como réplica del taller de Charo Francés y Arístides Vargas del grupo ecuatoriano Malayerba, inscrito dentro del proyecto Lagartija Centroamérica. Creo que es importante que los actores jóvenes vayan tomando posesión de responsabilidades grandes, para que el futuro del teatro de nuestro país sea fructífero.

Como recomendación, instaría a los organizadores del festival a que durante esta fiesta del teatro guatemalteco se propicien encuentros entre los creadores, donde puedan exponer ponencias de su trabajo e intercambiar conocimientos que enriquezcan al gremio. Esa era una idea que ya se me había ocurrido en las épocas en que colaboré, de manera periférica, con la revisión de la revista en los primeros festivales. Además, es importante también que la revista o cualquier otro tipo de publicación no fenezcan, porque el registro escrito va marcando historia y va generando sentido de gremio.

Por último y amarrado a lo anterior (aunque inicialmente no formaba parte del festival), es importante mencionar el reconocimiento a Manuel Galich que se hizo en el Antiguo Cine Lux, ahora a cargo del Instituto de Cultura Hispánica, y la presentación del número 169 de la revista Conjunto, dedicada a Guatemala, conmemorando el centenario del natalicio de este dramaturgo. Importante porque, por segunda vez, este medio (fundado y dirigido por Galich en Cuba) le ha dedicado una publicación a Guatemala. Muchos compañeros colegas, entre los que me incluyo, tuvimos la suerte de poder trabajar en esta publicación con la guía de Mercedes Blanco y Mercedes Fuentes. Además de la importancia que esta publicación seria y reconocida en Latinoamérica tiene para el teatro guatemalteco, nos hizo reflexionar sobre aspectos fundamentales que permitan generar conocimiento sobre los trabajos que realizamos. Esperamos que este sea el inicio para una crítica abierta y respetuosa de nuestra labor y que en el futuro vengan muchos más festivales que enriquezcan el trabajo del teatrero. ¡Salud!

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