Conversación con Miguel Ángel Rodríguez (II): La expresión de lo sagrado


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalEl exmandatario me habló de la riqueza como un vasto horizonte de alternativas. Le pregunté si hablaba como sujeto humanizado o como objeto de su formación académica, entonces hablamos de los sacrificios, de los papeles de pergamino hechos con pieles de cordero, hasta llegar a algo mucho más existencialista: el planteamiento, el problema del ser humano. Y él me diría que en la vida siempre existieron, existen y existirán los sacrificios. Así le tocó a doña Lupita, su abuela, luego de hacer un viaje a Bélgica que duraría más de lo pensado, una separación y un procedimiento surcado por el mar Atlántico para un fin concreto. ¿Acaso no fue ella el origen de acontecimientos posteriores donde lo femenino volvería a incrustarse irremediablemente en la psique de Miguel Ángel?

«Porque la existencia atraviesa el primer peldaño, el peldaño de lo básico», me decía, «para llegar finalmente a la gran plaza de lo sublime y en ese ir y venir sin tiempo o con él». Mientras tanto yo observaba una biblioteca de seis mil libros que tendrá que ser desarmada porque la premura y los movimientos de la vida exigen cambios. Porque ya la casa les había quedado grande, por lo que el exmandatario y su esposa ven la necesidad de disminuir los metros cuadrados y donar algunos libros a la Facultad de Economía. Entonces recuperamos el ritmo y hablamos también de su padre, el planteamiento del ser y del hacer, el estudio como mecanismo de salvación intelectual. Por otro lado, su madre, quien lo llevaría por las sendas del catolicismo afianzando su espiritualidad, mientras que doña Lupita, ya saben ustedes el camino que quería surcar para su nieto.

Hablamos del sacrificio, presente en todas las esferas. Me dice que el infierno se da en la academia, en la política y en los negocios, y que la academia anglosajona dice «publica o perecerás», una sombra que punza e inquieta dado que, para salvarse de la academia en vida, hay que seguir estimulando el raciocinio y ejercitando todas las conexiones neuronales. Porque es cierto que la conversión puede llegar de mañana, de repente, a cualquier hora, afuera o adentro de cualquier cárcel. El padre de Miguel Ángel solo había culminado sus estudios primarios y en esa concatenación de hechos «interpretados», mi visita a su casa (biblioteca) me dio tiempo para que pudiéramos tocar algunos temas con el fin de crearme alguna idea de su pensamiento. Es cierto que también en la vida de los empresarios se dan los sacrificios como también se sacrifican los corderos en las lides políticas para que hombres y mujeres puedan comerse la carne.

Recordé el teatro occidental, la función diseñada para el conflicto «el secreto», en ese espacio teológico donde se construye la falta mientras el público es el gran ojo, «la conciencia»; pero el Bunraku, el teatro japonés de marionetas e historias contadas, es un caso distinto: ese universo donde no se oculta nada, ese ser y estar que nos mostró el semiólogo Ronald Barthes con su interpretación en El imperio de los signos, donde afirma que el alma no se separa del cuerpo, ni la causa del efecto, ni la máquina del motor, ni el actor del destino, ni el hombre de Dios. Y no se separa Dios de la criatura. Si el manipulador no se esconde, ¿por qué, cómo se quiere hacer de él un dios? En el Bunraku, la marioneta no se sostiene de ningún hilo: ¡nada de hilo! Por lo tanto, nada de metáfora, nada de destino. Como la marioneta no imita a la criatura, el hombre tampoco es marioneta entre las manos de la divinidad, el dentro no rige al afuera.

Al final volvimos a la vorágine de la vida donde cada doña Lupita (abuela) es expresión de lo sagrado: el primer y último signo de cultura viva, un libro, una historia viviente. Necesitamos de las abuelas, esas mujeres que tienen el conocimiento implícito de lo que se sabe hacer muy bien pero sin explicarse el gran misterio, el cómo de las cosas. Las cosas, como lo dice Miguel Ángel Rodríguez, se aprenden haciéndolas, la cultura se aprende viviéndola. No todo es racionalidad, tenemos que ser más humildes. Entonces volví a ver por última vez los seis mil libros que vestían a aquel recinto. El alma de una biblioteca no son los libros —pensé— sino el destino que ocupen en el corazón mental de su dueño, después de depurar su esencia. Como me lo habría dicho un profesor: no importa volarse las comas del texto, lo que importa es digerir lo que encierran.

Entonces el exmandatario me comentó que una estudiante de bibliotecología le había organizado en estricto orden sus libros, cosa que supe después de que me asaltara el primer pensamiento sobre la pulcritud y la organización de aquel lugar. Una muchacha que reordena sus libros y se vuelca por el noviciado entra a la orden de las Carmelitas y se recluye al estilo de Sor Juana Inés con una frase contundente: «No estudio para saber más, sino para ignorar menos». Doña Lupita sigue entre nosotros, y si por asomo hubiera logrado romper el vidrio de la mesa del exmandatario, habría buscado el lugar donde permanecían los restos de doña Lupita y le habría dicho, con las condecoraciones en la mano, que ella también las merecía.

«La entrevista, ¿la grabaste?», me preguntó mi mamá; le contesté que no. Soy escritora, no periodista.

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