Cósima y los libros sagrados detrás de Grazia Deledda


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalHace un tiempo fui invitada a un grupo de lectura de literatura escrita por mujeres. Durante un año se dedicaron a leer algún libro escrito no solo por mujeres sino por mujeres galardonadas con el Nobel de Literatura. Fui invitada en ocasión de la novela Cósima, de la italiana Grazia Deledda.

La motivación que tuvo la Academia Sueca para darle el Premio Nobel de Literatura a Deledda en 1926 y posteriormente a Glück en este 2020 estuvo ligada a la universalidad de sus creaciones. Lo cierto es que considero sagrado todo libro que cae a mis manos porque también es necesario entender las razones por las que habrá literatura que no llegará a ser leída; y no porque sea mejor o peor que otra, sino porque quizá no fuimos invitados a sentir ni a leer determinadas obras.

Antes de publicar mi primer libro, Los pasos rojos, leí la novela de otra Nobel de Literatura, Herta Müller: El hombre es un gran faisán en el mundo. Fue por la pericia y astucia narrativa, pero sobre todo por la manera impecable, seca y contundente de Müller que me animé a escribir mis propios cuentos. Al darle vuelta a la última página de su libro sentí un impulso extraordinario. Ella había logrado que me metiera en un pueblo del que yo no había sido parte.

¿Por qué llegué a Herta Müller? No lo sé. No tenía idea de quién era ella, ni me habían recomendado nada suyo. Simplemente estaba haciendo fila en un lugar —ni siquiera en una librería, sino en una tienda por departamentos— y ahí estaba su novela editada por Siruela con una portada de pasta gruesa color turquesa.

Sin duda, las mujeres que han alcanzado el máximo galardón en materia literaria han trazado algo difícil de describir dentro de la literatura. Deledda, por ejemplo, dio a conocer la realidad de una isla que, aun después de haberse unificado a Italia, resultaba desconocida para la mayoría de los italianos. Sin duda en esa isla desfilaron hombres y mujeres cuya existencia estaba construida bajo el yugo de ciertas leyes consuetudinarias contra las que ella se rebelaría desde muy joven.

Recuerdo que en las últimas páginas de Cósima la autora hizo mención del aroma de las rosas: «Se pinchó con su puntiaguda espina y pensó que también la vida, bajo la ilusión de las más bellas y ricas cosas, esconde inexorablemente sus uñas», decía su texto.

Cósima se convirtió en uno de mis libros sagrados. No porque su inicio fuera precisamente en la cocina de Cerdeña, como el campo minado de la isla de tinte patriarcal que se desbordaba en boronitas de pan bajo la lucidez estilística, sino porque poseía una fuerza desgarradora e inexplicable, una sencillez teñida de ingenuidad. Fue la ausencia de poses. Fue la necesidad humana de decir más allá de las luces y de los fantasmas egocéntricos de la escritura. Fue la sequedad y la dulzura de quien escribió —porque no sabía hacer otra cosa—. Fue el dolor, la ira, la contrariedad, la inspiración, la soledad. La división, el alma inquieta, la pregunta, pero sobre todo la duda sagrada que comprende la universalidad de lo narrado y que sin ser parte nos hace parte. Quizá por eso la justificación de la Academia Sueca se repita de manera perpetua.

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