Defiéndase quien pueda


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalLas emociones humanas fundamentales (no aprendidas) son el miedo, la ira y el amor. Un famoso psicólogo llamado Jonh B. Watson experimentó con «el pequeño Albert», bebé a quien observó mientras dejó caer una rata blanca sobre el colchón donde se encontraba. Además, añadió un elemento para su experimento: golpeó con un martillo la barra de acero de la cama cuando el niño tocaba la rata. El niño, según lo que leí, rompió a llorar y Watson repitió dicho procedimiento siete veces en dos sesiones con una semana de diferencia. En las últimas, Albert se agitaba en cuanto la rata llegaba a la habitación, aunque no fuera acompañada del ruido.

Algunos se preguntarán cómo pudo la madre del pequeño Albert someterlo a semejante tortura. Habrá quien opine que fue por dinero, por irresponsabilidad o por respeto a la psicología y a sus posibles avances. Lo cierto es que John B. Watson condicionó al niño a responder con miedo ante una rata. Así funciona de algún modo la conducta de una empresa, o bien, de un gran grupo de interés económico. El trato humanizado depende mucho de la calidad de «entrenamiento» que se le dé a los empleados, también conocidos sin eufemismos como «colaboradores».

Si un colaborador no muestra mayor respeto por sus clientes, imagino que esto se debe en gran medida a que los dueños de empresa tampoco muestran respeto por sus colaboradores. Parecería difícil pensar que todavía hay lugares públicos donde se adquieren productos y se obtienen servicios y donde el cliente es tratado como una basura, o bien, con indiferencia e irrespeto. Esto lo he sentido en los últimos meses por mi condición. Estar embarazada por segunda vez me ha permitido entender la mecánica de la cual soy parte y me he sentido rara, quizá porque mi tipo de trabajo y mi condición de mamá que me obligan a estar de un lado a otro. Al ser una profesional liberal no obtengo incapacidad por maternidad, así que me toca trabajar y hacer mis cosas hasta el último día antes del parto.

He sido una persona observadora toda mi vida. En México, por ejemplo, recuerdo que hace dos años, en las afueras de la basílica de la Virgen de Guadalupe, una mujer de unos cuarenta años de ojos verde esmeralda estaba en la calle bordando y a su vez pidiendo dinero. La vi a los ojos y en ellos vi tantas cosas que México no me había enseñado. Vi la dignidad pintada en unas manos activas, una historia no contada, una vida detrás de la vida y del verde. «¿Cómo se llama usted?», le pregunté. «Sofía», me contestó. «Tiene los ojos más bonitos que he visto», le dije.

Unas horas después, en el mercado de Coyoacán, una madre sentada en un banquito de madera le daba teta a su hijo de un año. A la derecha su hermana vestía el uniforme celeste de la escuela e intentaba darle un mordisco de su taco al niño que lloraba sin parar, una vez que la madre se lo quitó de encima para ofrecerme una camisa tejida por las mujeres de Chiapas. Yo le dije que no había necesidad de que se lo despegara, pero ella optó por hacer lo contrario.

Ahora que estoy embarazada, a mediados del octavo mes (prefiero contar los meses y no las semanas) se me ha hecho más fácil así. He notado que un fenómeno especial rodea los establecimientos comerciales costarricenses. Ante la ausencia de una fila preferencial señalada, en la mayoría de centros de venta no existe prioridad. De hecho, la mayoría de las personas que atienden (cajeros) me ven de manera rara cuando les solicito una atención preferencial —como si lo de la fila preferencial fuera un antojo o bien un capricho— mientras que las personas que están adelante mío no entran dentro de una categoría prioritaria.

La mayoría de los lugares no tienen ni por asomo rotulada la fila preferencial y las que sí están rotuladas son utilizadas por los compradores usuales. Es bien sabido que estos lugares cuentan con un administrador que debería estar pendiente de verificar si hay personas que deban ser atendidas de manera prioritaria (mi panza es evidente). Me ha tocado decir a viva voz: «¿Disculpe, señorita, ¿me puede indicar si esta es la fila preferencial?», a lo cual la respuesta viene acompañada de un gesto de indiferencia, como si mi deber fuera quedarme callada y tolerar la dinámica.

Comencé a solicitar prioridad en las filas, ya avanzado mi embarazo. Por ejemplo, en la sede del Correo Postal de Costa Rica, el de mi localidad, Santa Ana. Hace algunos años, el correo era un lugar diminuto donde la gente esperaba de pie, en un amplio mostrador. Ahora no: ahora hay sillas y dos cajas. La caja de atención que indica o insinúa ser preferencial es atendida por un funcionario que, al menos el día que yo fui a retirar mi pasaporte, estaba sentado en otros asuntos. Luego atendió a una señorita que parecía que la conocía con anterioridad y a quien atendía de manera afectuosa. Entré y solicité la fila preferencial. En las sillas, señoras cómodamente sentadas me veían con sus ojos de enojo, siendo presas de sus pulsiones básicas: ellas allí esperando y yo llegando con mi embarazo de siete meses en aquel momento, solicitando ser atendida con prioridad para retirar mi pasaporte.

En las filas veo los ojos de quienes son hábilmente presos de sus pulsiones (comida, comodidad, calor y sexo) y he encontrado más falta de empatía en las mujeres. Algunas muestran malestar ante cualquier situación en donde deban anular temporalmente su estado de confort, mientras que hay otras que, por experiencia y por humanidad, cuando se me cae algo me dicen: «No se agache, yo le ayudo».

Este artículo es una pequeña muestra de que alguien como yo puede alzar la voz y defenderse, pero pienso en todas las personas que por su condición de vulnerabilidad son sometidas a los designios de otros «colaboradores» que también han sido condicionados a perder su humanidad, pero, sobre todo, su sentido común. ¡Qué peligroso!

Y recuerdo los ojos de Sofía mientras bordaba y pedía, y en cuántos turistas habrán pasado por allí —feligreses, católicos consagrados— con sus rosarios en mano. Personas que no se percataron de esos ojos verdes.

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