El «evitismo» de las pasiones dominantes


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalLas mujeres que trascienden los embates de las lagunas históricas comprenden una parte porosa de la historia universal que se deconstruye con ciertos aportes. Lo cierto es que depende de quién se encargue de escribir sobre «ellas», sobre las mujeres que deslumbran por su intelecto, astucia, perspicacia o por la luz que proyectan. Podría rescatar o distorsionar la verdadera esencia de «ellas». Aportes que van más allá de la investigación exhaustiva con datos estratégicamente escogidos o con testimonios sesgados.

En el caso de la novela Santa Evita, novela escrita por Tomás Eloy Martínez, ensancha lo dicho por Gabriel García Márquez: «Aquí está, por fin, la novela que yo quería leer». Para mí es un excelente ejemplo de la construcción justa de un personaje histórico.

Gordon Allport, psicólogo moderno que estudió la personalidad de manera exhaustiva, concluye que los «tipos» no existen en la persona o en la naturaleza sino en la mirada del observador. Habla entonces de una personalidad única que fijan los seres humanos a través de sus relaciones. El psicólogo determina tres categorías de rasgos de la personalidad: cardinales, comunes y secundarios. Para el caso concreto me interesó la primera categoría. Según el psicólogo no todo el mundo tiene rasgos cardinales, pero quienes los poseen suelen ser famosos por ello.

En el caso de Evita sería medular hablar de esta categoría de rasgos. Rasgos cardinales o tan bien llamadas «pasiones dominantes»; impulsos esenciales que van más allá de la simple idea de temperamento y se parecen más a un propósito orientador. Este rasgo llega a unificar la vida de la persona de manera consciente e inconsciente, su influencia se deja ver prácticamente en toda su conducta.

Lo interesante de Santa Evita es que demuestra que Argentina, sin darse cuenta, vivió el «evitismo» más allá del peronismo, esa extrañeza política, pero sobre todo social, que construyó un peronismo con el rostro de Evita, pero sobre todo con su voz: con sus «grasitas», los descamisados que abarrotaban las plazas, los que se identificaron plenamente con los rasgos cardinales de una mujer que consciente e inconscientemente se entregó a la causa de Perón, más allá de su voluntad política, más allá de sus propios deseos.

Evita resultó una maniobra histórica con profundos matices. Tomas Eloy Martínez teje finamente los hilos que van marcando su trayectoria en las lides políticas. Los teje con tanto cuidado como las tejedoras profesionales, cuyo oficio se eleva por encima de cualquier otro. La trama es el resultado casi mágico de una composición creativa y milimétricamente pensada para ser diseñada con colores y formas precisas. Si se conoce de arte, el tejido a mano no es más que una eterna fascinación. Así construyó Tomas Eloy su novela. Ya lo había dicho García Márquez, cuya credibilidad en este caso específico pesa más por su formación como cronista que su trayectoria como literato.

La dureza y el dolor que acompañaron a Evita como una figura extraña me cautivó. Un destino cruzado y medido por circunstancias puntuales. Su carrera como actriz habría sido apenas la marcha preparatoria de su verdadero destino. Su suerte, no sé si buena, la llevó a ocupar un lugar en la historia de Argentina cuyos detractores han maldecido hasta el día de hoy. Lo que no puede hacer la historia a pesar de la histeria de sus escribanos es desafiar la corriente de datos, anécdotas, testimonios, filmaciones, fotografías, cartas, palabras, memorias vivas. Las pruebas de que existió una persona cuya personalidad estuvo cubierta por un propósito.

La rodeó la hostilidad, supo bajar la cabeza, nadie podía controlar la reacción de un pueblo, la reacción de sus descamisados pidiendo a gritos su postulación a la vicepresidencia de Argentina. Sus pasiones dominantes —además de ser su rasgo y no un tipo— la movilizaron y acercaron a los menos favorecidos. Se entregó al pueblo y el pueblo se entregó a ella. Supo pulir su dialéctica, hilvanó bien sus discursos orales y conquistó a sus seguidores. Hay pruebas contundentes de su templanza.

De Santa Evita hay pasajes memorables, sobre todo los que la definen a través de una voz ajena pero no intrusa, y mucho menos morbosa. Es ahí donde se manifiesta una relación de hechos y ficciones magistralmente bien armadas porque Tomás Eloy no se obsesiona con profundizar en una sola versión de lo acontecido, tampoco endulza el contexto ni se entromete más allá de lo que dicta la buena marcha de cualquier escritor para contar una historia. Trabajo nada fácil, sobre todo para quienes por mucho tiempo sucumbieron ante el deseo de plasmar a Evita cortándole ese rasgo cardinal, característico y dominante.

Tres hombres que estuvieron muy cerca de Evita expresaron con seguridad y firmeza que fueron los creadores de «ella». El peluquero —el hombre que la peina y le da ese tono rubio a su cabellera—, Perón —quien cree haberla formado políticamente— y el embalsamador de su cadáver —quien cree que la creó aún después de muerta—. Me pregunto quién habrá creado a Evita. Pienso en lo que Tomas Eloy dijo de Borges: «Los relatos de Borges reflejan la indefensión de un ciego ante las amenazas bárbaras del peronismo. Sin el terror de Perón, los laberintos y los espejos de Borges perderían una parte sustancial de su sentido». Sin Perón, dice Eloy Martínez, no tendría estímulos, refinamientos de elusión ni metáforas perversas.

Sin Evita la historia de Argentina perdería una parte sustancial de sentido. Perdería acaso las pasiones dominantes de una mujer que le dio sentido a sus «grasitas», así como sus «grasitas» le dieron sentido a la existencia suya. Evita fue la santa cuya velita encendió la esperanza de una multitud desesperanzada.

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