El expresidente que perdió pluma y paloma de la paz

President Barack Obama greets Costa Rica President Oscar Arias during a reception at the Summit of the Americas in Port of Spain, Trinidad on April 17, 2009. Official White House Photo by Pete Souza


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literal«Un pueblo inundado de arte y de cultura es un pueblo inundado de amor al ser humano», dice el suplemento Página Quince del periódico La Nación. La frase proviene de la pluma del expresidente Óscar Arias Sánchez. Del artículo se extrae la necesidad que tienen los pueblos de apelar al arte, la música, la pintura y las esculturas. Arias nos hace un llamado de atención, indicándonos que las naciones debemos «introducir el arte y la cultura en medio de nuestra cotidianidad, y usar el arte como código de comunicación universal». Pero, además, en el mismo artículo recuerda la donación de una escultura de hace algunos añitos y no me quedó más remedio que atar cabos para analizar algunas formas de esculpir la conducta humana ante semejante sorpresa. ¡Osquitar seguía teniendo voz y voto en temas de cultura!

Recordé «la muerte por los mil cortes» y la alegoría china que plantea el Leng T´che: «se escala la montaña hasta llegar a la cima». La muerte por los mil cortes como castigo para quienes cometían delitos graves. Iniciaba la escena: incisiones superficiales sin dañar arterias ni venas del cuerpo para evitar que el condenado muriera rápidamente por alguna hemorragia (quienes practicaban estas formas de castigo tenían conocimientos anatómicos y habilidades quirúrgicas concretas). Finalmente, el beneficio para el imputado era evidente: que le arrancaran alguno de sus órganos vitales para darle fin a la tortura, implorando la muerte como mecanismo de liberación.

El cesto de mimbre era el lugar donde yacían públicamente los restos de sangre, los pedazos de piel y de carne de los acusados. Había una plaza pública llena de gente observando la canasta. Hay una relación estrecha con el artículo de Arias que me hizo recordar a la escritora Jung Chang, quien nació en Yibin, miembro de la Guardia Roja y que también trabajó como campesina, «médica descalza», y se convirtió en lingüista. Chang escribió un libro que yo tuve el gusto de leer hace unos años, titulado Cixí, la emperatriz. En el libro se ven imágenes de prisioneros cangues o «cepos». Estos prisioneros tenían bajo su cuello una tabla cuadrada de madera que los acompañaba como una suerte de incrustación. Fue gracias a las reformas legales iniciadas por Cixí que se abolieron los métodos de castigo medievales como la muerte por los mil cortes, dato que menciona Jung Chang en su texto.

Después de recordar a Chang, a Cixí y repasar los métodos de tortura medievales, me pregunté por qué un exmandatario que ha sido severamente cuestionado y que actualmente enfrenta procesos judiciales tiene el tupé de escribir sobre la belleza, la cultura y el ser humano.

El coste de la palabrería simbólica de la «paz» en manos de Óscar Arias en pleno 2019 y después de tantas faltas es excesivo. En primer lugar debería asumir una responsabilidad moral que le dé cabida al propio claustro reflexivo. No es comprensible que un hombre que actualmente pasa por un proceso de índole judicial siga escribiendo en un periódico de circulación masiva artículos enfocados en el amor al ser humano. En su palabrería nos dice que «somos animales sociales, como adivinaba Aristóteles, y esa sed social nos impulsa a una comunicación de ideas voraz que aprovecha todo posible mecanismo para expresarse».

El expresidente habló sobre una escultura que donó cierto artista al Parque de la paz. Habló de la creación del espacio de esparcimiento dentro de su primera administración y nos manifestó de manera idílica y romanticona que «la belleza se encuentra en nuestra propia tierra». Lo que Óscar Arias no ha entendido es que, si bien es cierto que la escultura es una manifestación artística, en esa tierra en la que encuentra belleza él es sujeto presencial de un crimen grave. El árbol cae con ayuda de una mano cruelmente diseñada para sacudir sus raíces y ese tronco mutilado es trasladado al taller del escultor. Ya se ha cometido un delito grave como en la la muerte por los mil cortes, el cuchillo del escultor puede ser visto como lo define El libro de los símbolos: «signo de intelecto humano que corta de manera limpia lo superfluo y liso, que separa y diferencia analíticamente, pero que también es capaz de efectuar una despótica y desalmada disección. Está implicado en la perversa intimidad de la automutilación compulsiva y la búsqueda de sentirse vivo a través del dolor».

Cuando se habla de una escultura también se debería hablar de la agudeza de la conciencia. El cuchillo es un utensilio esencial en la guerra, la exploración y la aventura; en el taller, en la cocina, en el estudio del artista y en el quirófano implica el instinto asesino, pero también la sanación. ¿Qué nos queda? Seguramente para la tradición de la cultura china medieval la plaza pública que engendraba el proceso de la muerte por los mil cortes correspondía a una sola imagen partida en dos hemisferios. La sentencia didáctico-moralizante.

La primera, esa imagen donde aparentemente no pasa nada, vuelan las palomas y se mantienen las plumas firmes de quienes todavía no han atendido el llamado ulterior de sus consciencias, jactándose de sus cualidades poéticas para definir un entorno que ellos mismos han violentado sistemáticamente. Quizá unos cuantos incautos por asuntos de poder o de negocios se sostengan en la plaza pública observando los cortes, las incisiones, los pedazos de pecho descubierto, y todavía duden a quién deberían otorgarle el beneplácito: si a los victimarios o a las víctimas.

Lo cierto es que hay una canasta de mimbre donde permanecen los restos de una triste figura que debería tener un poco más de recato para hablar sobre belleza. Lo que queda claro es que el prestigio se convierte en polvo y el orden moral sujeta de manos a todos los que, sin juicio ni sentencia, históricamente han vivido pasándose de la raya. En verdad el sacrificio simbólico está precisamente allí, en ese falso repertorio de vivencias místicas, cósmicas y casi espirituales de un hombre que debería iniciar por utilizar su propia consciencia y hacer de ella una escultura. Esculpir con una soberbia herramienta de deconstrucción y adaptación, el cuchillo mítico como el bisturí del cirujano y, como dice el diccionario de símbolos, «cuestionar la parte destemplada sería una hábil incisión que precedería a la síntesis».

Yo le aconsejaría a Óscar Arias Sánchez que, como primer mecanismo de legitimación post mortem moral para reivindicar su línea de pensamiento, debería reconstruir la frase utilizada en su artículo a manera de gallo de pelea: «un pueblo inundado de arte y de cultura es un pueblo inundado de amor al ser humano», pero en su defecto más bien debería decir «un pueblo inundado de canastas de mimbre con despojos morales e intelectuales, y con vestigios del Nobel, será un pueblo inundado de amor al ser humano, en todas sus plazas públicas y en todas sus manifestaciones», o ese conglomerado social que recuerde la alegoría china que plantea el Leng T´che: «se escala la montaña hasta llegar a la cima».

Ahora bien, los medios de prensa escritos como La Nación son harina de otro costal. Les cuesta despegarse de la teta y deslegitimar lo que por justicia merece ser deslegitimado.

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