La luz de la ciudad sin artificios


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalHay países que desatan una especie de fuerza creativa, una sensación de querer estar a pesar de los pesares. Una conciencia de bienestar y de querer seguir para adelante. Una suerte de fuerza imparable. México es ese lugar magnético que me obligó a sentir de otra manera. Estando en la ciudad respiré ese aire raro pero adictivo que impulsa a los visitantes respirar a bocanadas a pesar de la contaminación. Decidí tomarme un café, estaba de vacaciones. Tenía como meta entrar en una librería, ver, tocar y comprar poco. Estando en una librería pregunté por Villoro, como si el escritor Juan Villoro viviera allí. «Buenas tardes, ¿Villoro?», «Sí, un momento. Pase por aquí».

Imaginé que el escritor saldría como por arte de magia de la estantería, pero es su defecto fui sorprendida por El vértigo horizontal, su último libro. No alcancé a terminarlo en México porque debía maximizar el potencial de mis cinco días, aprovechar las rutas del Turibus que me deleitaban con parlantes estratégicamente colocados para educar el oído con algunas rancheras. De regreso a Costa Rica lo leí completo.

Este viaje no tenía un motivo particular. No estaba nutrido de ningún fin en sí mismo. Era una especie de necesidad. Es cierto que tenía una novela a medio terminar, un texto en el que algunas escenas tomaban vida precisamente allí en tierras mexicanas. Caminé por una avenida larga, larguísima, mientras que la alfombra de hojas de jacaranda me daba regalos visuales.

Me senté bajo la alfombra violeta de una jacaranda y después de hojear el texto de Juan Villoro abrí sus hojas al azar. Allí estaban las avenidas descritas por el escritor mexicano con nostalgia y raciocinio: «Las avenidas recuperan el curso de cuando eran ríos, todo se inunda y comprobamos que aniquilar el lago de los aztecas fue un desastre solo superado por la amenaza de que el lago regrese a nuestra sala. Al tercer par de zapatos húmedos envueltos en papel periódico, quiero irme para siempre sabiendo que no lo haré». Cierro el texto y vuelvo a contemplar las hojas violetas de la jacaranda que me acuerpa. Yo, a diferencia de Villoro, con mi sombrero y mis lentes de turista, sin que la lluvia me empapé los sesos, quiero quedarme para siempre en México aunque sepa que no lo haré.

Vuelvo sobre el texto, pero cómo no sucumbir ante una página colorida donde el autor nos conduce la mirada al terreno de una fotografía digital cuya información nos habla de la fotógrafa Sonia Madrigal, fotografía tomada en el Metro Pantitlán (2015). La imagen muestra a un niño entrando por las escaleras al metro, llevando en su mano un globo verde en forma de estrella. El niño permanece de espaldas con una gorra azul en su cabeza. La frase, antes y después de la fotografía, lo dice todo: «La estructura de una ciudad suele ser revelada por la forma en que la mira un niño». Seguramente esa es la manera en que yo miré a México, con esos lentes oscuros de turista rara, embelesada por la gratitud que percibí en las personas y en los adornos.

Como una niña —sí, una niña que espera ver por dentro nuevamente la Casa Azul de Frida, que espera encontrarse con el museo, con los objetos, con el aire encajonado de una mujer (pintora) que todavía me seguía poniendo los pelos de punta— recordé, estando en la fila para entrar en la Casa Azul, el libro de fotografías que había comprado después de mi primera visita a México, titulado Frida by Ishiuchi, la creadora del texto, una fotógrafa japonesa que logró mostrar los vestidos y objetos personales de la artista con una mirada distinta. Ishiuchi Miyako llegó a Coyoacán por una invitación específica para trabajar con los objetos de Frida. Ella realmente no conocía mucho sobre esta pintora mexicana pero aceptó el trabajo de creación artística y trabajó únicamente con iluminación natural. Hizo un trabajo impecable, como suele ser la formación japonesa: una absoluta y delicada manera de encontrar arte en lo simple. Según las críticas, esta mirada del «otro» fue, sin dudarlo, uno de los acercamientos más íntimos a los objetos de la pintora.

Estando en México la primera vez y después de abrir el libro y ver las imágenes de la fotógrafa me gustó mucho sobre todo el inicio, el prólogo hecho por Hilda Trujillo, directora de los Museos Frida Kahlo y Diego Rivera-Anahuacalli. Ella explicó que a través de los detalles capturados la fotógrafa «logró retratar marcas y testimonios que dejó tras su paso la enfermedad, la alegría, el sufrimiento, la angustia, la felicidad, el desencanto, el miedo, la amargura, el placer, el odio de Frida. Los objetos sin contexto se convirtieron en símbolos. Imágenes carentes de autoengaño, se vio el coraje y la fuerza vital de una mujer que encaró su destino. De su cuerpo roto logró reconstruirse y crear un personaje único».

Dice también el texto que «a diferencia de las prendas de tela, los zapatos de cuero de Frida llegan a tener la forma particular del pie ausente, y la conservan. La morfología del zapato aparece como “una pisada” humana definida que evoca una huella digital individual».

Esa imagen entre las imágenes de la fotógrafa japonesa (pequeños esbozos de identidad) es también parte de mi visión como «turista con lentes». No busqué autoengañarme y vi la luz de la ciudad sin artificios. También percibí esas sensaciones que estaban recopiladas en el vestido y el objeto, entonces recordé la enfermedad, la alegría, el sufrimiento, la angustia, la felicidad, el desencanto, el miedo, la amargura, el placer, el odio, todo en una misma avenida, en el paso perpetuo de tantos mexicanos y mexicanas.

No dejé de verme una y otra vez, como desdoblada en el mercado de Coyoacán, comprando una Cocacola Cero (a 8 pesos) con unos chilaquiles en salsa verde, y de pronto alguien se me acercó y me dio un dulce. Me levanté después de terminarme mis chilaquiles para pagar mi cuenta y le pregunté a dos mujeres que atendían sus puestos en el mercado qué pensaban de Frida, qué opinaban de Friducha, entonces la primera, con un carácter un tanto fuerte, el pelo corto y el delantal rasgado, me dijo: «Frida no pintaba, solo se dibujaba a sí misma. El pintor era él, el Diego».

La segunda mujer me atendió con la misma amabilidad que la primera. Casi todos los puestos en el mercado manejan la misma clase de productos —catrinas, Fridas en llavero, en camisas, en aretes, en collares, en billeteras, en libretas—. Le pregunté qué pensaba ella de Frida y me respondió: «Pos, Frida es la pintora que me da de comer».

Nos reírnos juntas con una sonrisa de complicidad y cada una siguió su camino. Nuevamente recordé la imagen digital dentro del texto de Villoro de un fotógrafo llamado Francisco Mata Rosas, que muestra una imagen, un solo pie, de una señora mexicana que quizá va para el mercado, y la página dice: «En nuestra fantasmagoría urbana desaparecen los sitios, pero no los adornos».

Sigo caminando por el mercado de Coyoacán. Me gustaría quedarme aunque sé que no lo haré.

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