La paradoja de la proximidad


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalEn Los espejos de Eduardo Galeano uno camina a lo largo de un repaso por la historia humana. En «Agua maldita» nos habla de Nostradamus, quien además de sus profecías, fue un médico que no creía en las sanguijuelas y contra las pestes recetaba aire y agua: aire que ventila, agua que lava.

En Centroamérica nos gusta estrechar la mano, apretarla con firmeza, dar besos y abrazos. Efusividad y exceso de comunicación para diferentes fines. La gente se amotina en cualquier lugar bajo la consigna del contacto piel con piel, y no faltaban antes del COVID-19 los engripados, estornudando en alguna reunioncita familiar.

Dábamos por sentado que por encima de la salud familiar debía prevalecer la unión y nos contentábamos con una consigna tácita: «primero enfermos que separados». Era bien visto andar libres por las calles repartiendo gérmenes.

Lo cierto es que las burbujas telefónicas mantenían a los seres humanos imbuidos en la tecnología, familias donde cada individuo se amarraba a su propia red social virtual. Cada empresario se aferraba a su correo electrónico, a sus cuentas de ingresos y egresos. Las personas en las paradas de buses con la nuca torcida veían sus pequeñas pantallas y en la playa las muchachas se tomaban fotos negándose a escuchar el sonido del mar. Burbujas raras que desdibujaban la verdadera vida.

En el espacio del mundo al revés, en la divergencia, seguían a paso lento pero seguro los ancianos descalzos, los mercaderes de chunches al hombro, los niños que respetaban el sabor de su infancia y por obra y gracia tomaban su propia mano para convertirla en un teléfono portátil, para luego pegársela a la oreja y empezar en el teatro de la antítesis del diálogo, imitando a sus congéneres porque no hay manera más grosera de representar el futuro.

Y nos llegó el contagioso virus, y nos encerró, y dejó libre a los que debían permanecer libres, a los esenciales. Repentinamente nos dividimos en dos grupos: servibles e inservibles. Y la paradoja inició con una dosis de carcajadas. Por obligación nos encontrábamos utilizando plataformas virtuales para vernos, para recordarnos, para rescatarnos.

Atentos a la vulnerabilidad, algunos venían arrastrando deficiencias. El virus exacerbó lo que que ya parecía un monstruo sin cabeza. Nos acostumbramos a usar la tecnología para evadir el verdadero universo de las cosas, repasando en nuestras burbujas el instante en fotografía, la cena en el restaurante para ser vista por otros en las redes sociales, el cumpleaños del hijo, del abuelo, del padre, todos reunidos para la foto. Congelar la imagen como se congela la carne roja para ser consumida después, para devorarla cuando el tiempo no pellizque, cuando no ladre el jefe o la jefa, cuando se pueda eliminar toda la lista de correos inservibles, de ofertas absurdas, cuando la verdadera vida se asoma y el virus contagioso nos vuelva hacia adentro y nos sacuda hacia fuera.

Entonces nace cierta quietud y, para quienes el trabajo ha significado la vida, esto significa reordenar significados y las prioridades. Nace la idea de dejarlo todo, de quedarse quizá para siempre en la burbuja, olvidarse de todo, sembrar el bocado y quedarse con alguna que otra cosecha. Cerrar la boca y los dientes, taparse los oídos, no oír lo que dicen, no pensar en el contagio ni en los posibles contagiados, ni en las mascarillas, ni en los guantes, ni en los recuperados, ni en la economía, ni en el aislamiento. Cerrar la boca y los dientes. Taparse los ojos, taparle los ojos a los otros y a la muerte. Apagar la televisión, apagarse. Hacer algo sin sentir culpa, sin culpar a alguien, despertarse sin despertar a nadie.

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