La pedagogía de los pellizcos


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalNunca pensé que habría un tiempo para volver a oler el aroma que dejan los lápices de color después de hacerles punta. Después de usarlos para aprender.

Estando junto a mi hijo recordé mi propia noción de la escuela primaria, una escuela de monjas de la Caridad de Santa Ana. Era la hermana Eliza, una mujer entrada en años, mi profesora de matemática. Recuerdo el olor de la pizarra verde y el polvo que soltaba la tiza. La recuerdo a ella sosteniendo el brazo derecho con su mano izquierda. Se notaba que le dolía mucho al borrar el último rescoldo de una operación básica.

Recuerdo mi llanto después de que la niña más popular de mi clase me relegó a los últimos puestos dentro de una coreografía de baile que estábamos preparando para una Asamblea y aún puedo ver a la hermana Eliza con su tocado gris ratón, preguntándome qué me había pasado cuando me fui llorando a una esquina porque la niña madona me dijo: «Usted no es de las que baila mejor, así que vaya para atrás».

Volver a primer grado ha sido un asunto raro, una especie de desierto donde me pierdo y me encuentro. Pellizco a mi hijo muchas veces, pienso en el efecto que ha tenido la pandemia sobre mi propia visión de la educación.

Al inicio me entró un miedo tremendo. Para mí, la escuela desde la casa jamás había sido una opción y repentinamente me vi sentada en una silla frente a mi hijo de 7 años con una computadora y un horario que seguir. El primer día mi paciencia estuvo al límite. Mi hijo movía el lápiz de grafito con algo de incertidumbre, verdaderamente nos estábamos enfrentando a una nueva forma de enseñanza. En mi caso, sin pedagogía alguna.

Le grité, lo pellizqué, le dije que lo sacaría de esa escuela si no se ponía las pilas, como decimos en Costa Rica. Me convertí en la profesora malvada, así me autodenominé. Después, mientras almorzábamos, mi hijo me preguntó abiertamente si yo trataba así a mis alumnos de la universidad y me quedé con la boca abierta. «Mis alumnos no son mis hijos», le respondí.

Francamente, la docencia para enseñar a niños revoltosos de primer grado no es lo mío. Yo los metería a todos en un saco y los llevaría al bosque oscuro y ahí los dejaría a su suerte. Sin embargo, luego recapacité. Debía cambiar mi actitud, generar un ambiente adecuado ante las nuevas circunstancias. No podía tirar la toalla, debía hacer mi propio desierto, armarme de paciencia, recordar a mi propia profesora, la hermana Eliza con su tocado gris ratón, enseñándonos con alegría operaciones básicas a pesar de que nos levantábamos, nos desconcentrábamos con el ir y venir de las moscas y, en definitiva, nos escapábamos de sus explicaciones.

Me he ido acostumbrando a ser mamá y profesora. Elijo mis batallas, ya no me importa si mi hijo se sienta con las patotas abiertas, si se mece en la silla que no es mecedora, si destroza o no el lápiz de grafito. Ahora le pongo atención a otros detalles. Desarrollé mi propia pedagogía, aunque a veces lo pellizco y lo pongo en su sitio. Una mamá es un ser raro, pero necesario.

Lo último que hice fue imprimir, el día previo, todos los trabajos que debe realizar al día siguiente. La impresora tiene vida propia y ha hecho de las suyas. A veces me imprime la misma página varias veces, se enoja, la trato de apagar y no se deja, o si no me imprime a medias las tareas. En una de ellas eliminó la parte de que dice «nombre del estudiante» y la raya para proceder a escribirlo. Tomé con mucho respeto el lomo de las Confesiones de San Agustín para dibujar la línea recta que hacía falta y procedí a sentarme en la silla de una mamá que, sin ser profesora, se pone guantes y mascarilla para ir a comprar más borradores y lápices de grafito, por si la pandemia sigue y las clases virtuales se vuelven una modalidad eterna.

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