Obsesiones involuntarias


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalEn la vorágine se posan los encuentros y los desencuentros. Parece que no es un asunto azaroso y tampoco lo traduciría como la libertad de elegir nuestras más hondas obsesiones. Podemos estar desconectados de las realidades aplastantes o enfocados en algún tema álgido que nos reviente la piel dentro de los únicos fragmentos de realidad que verdaderamente nos importan. Es una cruz con la que se vive, una lucha con la que se respira, un fantasma cuya sombra nos recuerda cada noche que la marcha no ha cesado.

Después viene el café o el té de la mañana con una obsesión amarrada a otro puñado de obsesiones, y así se juntan todos los caudales de pensamiento involuntario. Leemos medios de prensa escritos, observamos gráficas, analizamos fotografías en Instagram, memes en Facebook… Ya sabrán ustedes cuáles son sus fuentes favoritas para el pesimismo compartido o repartido.

Los titulares de periódico casi obscenos en el uso del lenguaje nos tiran información o nos abruman con datos, depende de la obsesión. El registro del mensaje será o no detonante para activar todas las alertas. En mi caso, abro un periódico, El Semanario, leo un titular y hay información contundente: «Migración a través de puntos ciegos es plato diario en la frontera». Otro titular: «Costa Rica no sanciona a las empresas agrícolas que contraten trabajadores indocumentados», seguidamente: «50 empacadoras y comercializadoras de piña y caña dominan las zonas con más contagio, principalmente en la Zona Huetar Norte».

Páginas adelante veo un reportaje con fotografía. Parece que es una diputada costarricense, se le logra ver algo del bigote en sombra, parecido al de Frida Kahlo. Algo azul me llama la atención: lejos de hablar de la emergencia sanitaria, el tema es más bien la naturaleza. Volver los ojos hacia la naturaleza para permitirnos superar la crisis.

Al correo electrónico me llegan titulares contrastantes, cadenas hoteleras dando opciones de cancelaciones gratuitas y paquetes de descuentos. Las carnicerías me recuerdan, virtualmente, visitar sus establecimientos comerciales con mascarilla —imagino entrar con mis guantes, mi mascarilla y mi cabello recogido y entonces pedir algo, un pollo deshuesado o una gallina viva para cocinar a fuego lento— mientras que entidades crediticias me ofrecen 7,5 millones de colones para convertirme en una deudora infeliz en medio de la pandemia.

Entre tanto, cerca de mi oficina —el lugar donde trabajo desde mi casa— encuentro un libro que había dado por perdido: La flor roja, de Vsévolof Garshin. Recordé que Garshin, ucraniano, había perdido la cabeza: interrumpió sus estudios y se enlistó de manera voluntaria para luchar en la guerra contra Turquía. A veces, casi siempre, tengo la sensación de que el mundo se hizo muy pequeño; tan pequeño, que ahora es una esfera de cristal en las manos peludas de un gigante que tiene mucha curiosidad. El gigante observa con su pupila fosforescente sin perder de vista a las pequeñas personitas caminando con algo que les tapa la boca. El gigante titula la excena «La crisis después de la crisis».

Sé que hay obsesiones que no empezaron con la pandemia. Justo ahora estoy acompañando a un escritor en la revisión de su novela. El tema, una epidemia. Esto lo empezó mucho antes del COVID-19; muchos años antes, de hecho. Asimismo, años atrás ya existían los problemas migratorios, las irregularidades de las empresas agrícolas, la necesidad de volver los ojos hacia la naturaleza, las ofertas hoteleras que inflaban los precios de sus habitaciones con propagandas atractivas, fotografías de sus piscinas llenas de cloro y la sonrisa falsa de sus empleados, dispuestos a recibir a sus visitantes con los brazos abiertos.

Lo cierto es que La flor roja de Vsévolof me recordó un maravilloso párrafo de ese gran texto que había olvidado y me gustaría compartirlo con ustedes:

«Por la mañana lo encontraron muerto. Su rostro estaba sereno y lleno de luz; sus rasgos extenuados, labios finos y ojos cerrados, profundamente hundidos, reflejaban una arrogante dicha. Cuando lo colocaron sobre la camilla, intentaron abrir la mano y arrebatarle la florecilla roja, pero la mano estaba ya rígida y se llevó su trofeo a la tumba».

Quizá esa florecilla roja sea la obsesión involuntaria que nos mantenga andando y provoque inquietudes, luchas, desasosiegos y, sobre todo, revueltas de pensamiento.

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