Personajes literarios inolvidables (II)


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalContinuando con el listado de este tema de título cursi, quisiera evocar ahora un personaje emblemático y seguramente muy conocido por muchos. Se trata de la máxima matriarca de Cien años de soledad (1967) y, sin duda alguna, de toda la literatura hispanoamericana: Úrsula Iguarán. Este personaje es el más enigmático de toda la novela, y por sí sola podría prestarse para una cantidad inimaginable de estudios críticos. Carga consigo la fortuna, la mala suerte, el honor o la desgracia ―véase como quiera―, de haberse emparentado con su primo hermano, José Arcadio Buendía, dando así origen a la estirpe de los Buendía en Macondo. Desde la casa de los Buendía fue testigo de la fundación de un pueblo, así como de seis generaciones, el surgimiento de dos guerras, la llegada del ferrocarril, una invasión de gitanos, la llegada del telégrafo y la instalación de una bananera transnacional, entre muchos otros acontecimientos. Su existencia llega a abarcar al menos un 85% de la historia, con una longevidad aproximada entre los ciento quince y ciento veinte años. Su presencia, el simple hecho asombroso de que ella continúe allí, jamás deja de ser sumamente intrigante e interesante para el lector. Aunque termina totalmente ciega durante una larga etapa al final de su vida, cada sentencia suya, surgida entre la demencia y la lucidez, contiene implícita la fuerza endemoniada de una profecía digna de ser escuchada.

Junto a Úrsula Iguarán se añade a esta lista otra mujer de gran carácter y condenada a ser testigo ocular del lado más miserable de la existencia humana. Llamada simplemente como «La mujer del médico» en Ensayo sobre la ceguera (1996), de José Saramago, esta mujer carga con la maldición de ser el único ser humano que puede ver en un mundo de ciegos. Este privilegio, si acaso fuera posible llamarlo de esta forma, trae consigo una responsabilidad moral enorme y despiadadamente abrumadora, sobre todo cuando tiene a su alrededor a una humanidad entera pudriéndose ―en todo el sentido de la palabra― y a la que solamente ella puede ayudar, muy a pesar de saber que, ni siquiera esforzándose hasta el desfallecimiento, bastaría para redimirla.

La novela Delirio (2004), de la autora colombiana Laura Restrepo, quizá no llegue a aparecer entre las consagradas de alguna futura Historia de la literatura hispanoamericana; sin embargo es para mí una de las mejores novelas que se han publicado en lo que va de este siglo. Mi sentencia pudiera parecer demasiado ambiciosa, pero no hay que olvidar la evolución de temáticas que la literatura ha venido experimentando en los últimos años (narcotráfico, sexo, mafias, etc.), y que esta novela aborda con gran genialidad, retratando ―de forma espléndida, casi como ninguna otra― el trasfondo de una sociedad sumida en el temor colectivo; además de entremezclarse sutilmente con acontecimientos históricos relevantes. ¿De qué manera afecta el narcotráfico y la crísis política de un país a ciudadanos comunes y corrientes, y hasta indiferentes, sin que éstos ni siquiera lo imaginen? Pero no es de la novela en su conjunto de lo que vengo a hablar, sino de uno de los personajes… ¿pero cuál de ellos? Esta obra tiene al menos dos o tres dignos de mantenerse vivos en mi memoria literaria. Dos de ellos son la protagonista, Agustina, una mujer cuyo delirio refleja la más asombrosa sublimidad humana, y el Midas McAllister, que encarna la expresión máxima de la perversidad «sutil» (sí, aunque suene irónico) que alguien se pueda imaginar. A la voz elocuente de este personaje pertenecen algunos de los monólogos más extraordinarios y mejor logrados que yo haya leído hasta ahora.

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