Sobre editoriales e ironías


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalEmpecé a sentir cierta desconfianza hacia las editoriales un día que vi en una biblioteca el ejemplar de una novela de título ambicioso y pomposo, publicada bajo una prestigiosa firma editorial española (¿y de dónde más?). Me reservo el título de la obra y la identidad del autor para no caer en el acto infame e innecesario de rozar susceptibilidades en sus fervorosos admiradores que, de hecho, hace pocos días he podido comprobar que no son pocos, aunque en su gran mayoría no pasen de nuestras fronteras. Esto es algo que me hace dudar de inmediato que se trate de “uno de los grandes poetas y narradores de la literatura hispanoamericana actual”, como recuerdo haber leído por ahí en más de alguna contraportada de sus libros publicados en Guatemala. Esto es un ejemplo más que demuestra que orgullo nacional y valor artístico no siempre resulta siendo la más honesta de las combinaciones.

Tomé el libro de más de 250 páginas y, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano por no abandonar su lectura desde el inicio, terminé de leerlo hasta comprobar lo que me temía. Cualquier comentario adicional que haga sobre esta novela está de más. Desde entonces, en resumidas cuentas, dejé de confiar ciegamente en las grandes editoriales. Fue simplemente como empezar a tener cuidado de santos que orinan.

Años antes, cuando yo recién cumplía la mayoría de edad, una mujer joven de esa misma editorial escribía sobre un papel “Recibí del Señor Guido un manuscrito titulado La trovaduria”, que luego me entregó firmado y sellado a cambio de una carpeta de color azul. Tres meses después recibí una llamada telefónica de la misma mujer, que decía “Puede venir a recoger su manuscrito. Lo sentimos, no publicamos poemas.” “¿Quién dice que no?”, pensé; “si publican a Mario Benedetti y ocupan hasta una página entera para imprimir un poema de tres o cuatro versos, de temas tan simples y cotidianos como una cocina”; y se lo iba a decir.

No se lo dije. “Pero Benedetti es Benedetti”, seguramente me hubiera contestado con justa razón. Jamás volví a escribir un poema y La trovaduría fue casi desterrada de mi memoria como si se tratara de un pasado sucio y vergonzoso, con el mismo empeño que un asesino arrepentido pondría en borrar de su mente un crimen que lo consume.

Dos meses después regresé con una novela de cuatrocientas y pico de páginas en tamaño A4, letra 12 a doble espacio de entrelineado y encuadernada con pasta dura, también esta vez de color azul. El procedimiento fue el mismo que el anterior, con la diferencia de que esta vez no hubo llamada para ir a recoger el manuscrito y nunca más volví a saber de él. Se trataba (pues dudo que aún exista) del único manuscrito, ya que algún tiempo después, por situaciones que se presentan cuando uno menos lo espera, el archivo digital se perdió, llevándose consigo año y medio de mí. La misma suerte tuvo una colección de cuentos, de la que sobrevivió uno solo que por suerte había sido publicado en una revista literaria. Creo que nunca más volví a terminar con éxito un solo relato.

Fue más o menos en aquellos días cuando vi en una biblioteca la novela con la que me decepcioné de las editoriales. No recuerdo la sensación exacta. Si llegué o no a odiar a las grandes editoriales, o a todas las editoriales, eso es algo que no recuerdo. Lo cierto es que desde entonces no me he vuelto a encontrar con ese ejercicio de contar ficciones, y en vez de ello, redescubrí el maravilloso ejercicio de escucharlas, de leerlas. Pues a fin de cuentas, ¿quién disfrutará más de ellas, quien las escribe o quien las lee? Hoy por hoy me encanta dejarme maravillar por lo que otros, desde tiempos lejanos, han sido capaces de contar, de crear, de escribir; y esto me ha motivado a incursionar en publicaciones, pero de otra forma, desde el otro lado: desde el lado editorial. Y me gusta.

¿Irónico? Pues más irónica que esto pudiera resultar la actualidad, y el hecho de ser un colaborador del mismo grupo editorial cuya marca rechazó mis trabajos dos veces en el pasado. Algunas veces, incluso, he llegado a ver en la recepción, en algún pasillo o incluso en el elevador, a la misma mujer que recibió mis manuscritos, acaso ya no tan joven como antes, ni ella ni yo, pero con la diferencia de que su aspecto no ha cambiado mucho desde entonces, o al menos eso creo, la veo y la reconozco enseguida, le sonrío cordialmente y ella me devuelve el gesto; yo, recordando mi primer experiencia dentro de una editorial, y ella, como preguntándose «en dónde lo habré visto antes».

¿Quién es Alfonso Guido?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

0 / 5. 0


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior