Truman Capote (el cuentista)


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalPor culpa de sus excentricidades, acaso su declarada homosexualidad, sus burlas a la aristocracia neoyorquina de la cual fue parte y el éxito arrollador de un thriller cuyo estilo y fondo no representa ni la décima parte de su producción literaria, Truman Capote quizá sea hoy uno de los cuentistas menos recordados de Estados Unidos.

En ese sentido no se le ha hecho toda la justicia que la crítica especializada ya le hizo en los últimos años a Lucia Berlin. Quizá sea porque A sangre fría, su libro más famoso, íntimo y exitoso provocó que ya no necesitara reivindicar sus cuentos de juventud.

A los diecisiete años ya era un narrador prodigio y —de esas cosas que ahora ya no pasan— un escritor famoso y consumado que enviaba sus cuentos a las mejores revistas de la época, esas en donde se «publicaban los cuentos de mayor “calidad”», según sus palabras: Esquire, Story, Harper’s Bazaar, Atlantic Monthly, Mademoiselle y The New Yorker, entre otras.

Su primera novela publicada, Otras voces, otros ámbitos, fue un best-seller instantáneo. En la portada aparecía él, un adolescente de dieciséis o diecisiete en una foto tomada por Henri Cartier-Bresson en Nueva Orleans —acaso una de las fotos de escritores más famosas que existen—. Según Capote, algunos atribuyeron el éxito de ventas a la foto, dado que todos los lectores se hacían la misma pregunta: «¿Cómo alguien tan joven puede escribir tan bien?» (Quizá yo también me la habría hecho, pero ese tipo de cosas cada vez me parecen mucho más comunes de lo que podríamos pensar).

A pesar de su éxito prematuro, Capote desde muy joven se sometió severamente a la autocrítica. Otras voces, otros ámbitos no fue en realidad la primera novela que escribió, sino Crucero de verano, la cual nunca llevó él mismo a imprenta y tuvo que ser descubierta y publicada póstumamente.

Muchos años después de escribir Crucero de verano y sus primeros relatos, en el prólogo de Música para camaleones Capote confiesa que pasó toda una temporada releyendo «cada palabra publicada» en su vida, llegando a esta conclusión:

«Nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía y toda la excitación estética contenidas en el material [sus historias]. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?».

Y más adelante se pregunta:

«¿Cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma —digamos, el cuento— todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? A esto se debía que mi obra estuviera a menudo, iluminada insuficientemente».

Si lo hubiera tenido enfrente, sin dudar se lo hubiera rebatido, pues todos sus cuentos fueron exquisitamente contados con la precisión y objetividad estilística que solo alcanzan quienes escriben un cuento un día del mes y proceden a revisarlo y depurarlo durante los veintinueve días restantes. Un magnífico curador del relato breve como pocos.

El crítico español y especialista en literatura estadounidense, Eduardo Lago, en 2018 publicó Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamericana. En este libro incluye el ensayo «Truman Capote: la realidad destilada», donde también alude al prólogo de Música para camaleones, pero citando un fragmento que, al menos en mi edición de Debolsillo, yo no encontré por ninguna parte.

Sea real o inventado, este magnífico fragmento citado por Lago también deja en evidencia la búsqueda de perfección a la que se sometía Capote desde muy joven:

«La escritura dejó de ser divertida para mí cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y escribir mal. Más adelante haría un descubrimiento mucho más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte; es una diferencia sutil, pero salvaje».

Los supuestos Cuentos completos de Truman Capote publicados por Anagrama —que por cierto, no incluyen algunos textos de Música para camaleones y otros relatos de su juventud— tienen 336 páginas llenas de letra pequeña sobre un formato mediano-grande. Quizá eso ya sería suficiente para darle el título de cuentista a un autor a quien la crítica últimamente ha pasado por alto.

Capote, a diferencia de otros autores de la tradición cuentística estadounidense como Lucia Berlin o Raymond Carver, es más un creador que un espectador. Digamos que en vez de observar para ficcionalizar hechos cotidianos más bien se esmera en construirlos él mismo con sus propias atmósferas y personajes. A pesar de esta libertad inventiva, sus historias, incluso las más complejas y extrañas, siempre fueron verosímiles. Él se encarga de que el lector no pase por alto cuán asombrosos, decadentes, malditos o salvajes pueden ser sus mundos y quienes los habitan.

Por ejemplo, está el caso de Walter Ranney, antihéroe de uno de sus tantos relatos magníficamente contados: «Cierra la última puerta», publicado en 1943. Walter, de 23 años, es un apestoso a quien todos odian por imprudente, lengualarga, agresivo compulsivo, neurótico, traidor, ocioso, soñador, deudor, insolente, desconsiderado, lambiscón y, en resumen, nefasto. Walter es un perdedor irremediable, provocador de penas ajenas. Un tipo que siempre la caga. Siempre.

A pesar de todo esto, Walter vive en constante búsqueda del «centro de sí mismo». Y aunque Anna, Irving, Margaret y los demás personajes del relato lo repudian por imbécil, en el lector solo es capaz de provocar pena, a lo mucho, pero también ternura y hasta compasión. Este efecto podría considerarse resultado de la minuciosa elaboración de un personaje capaz de provocar ternura y asco a la vez, pero además concebido para una atmósfera específica. Nunca sabremos si Walter nos conmovería igual en otra Nueva York que no fuera esa Nueva York, donde además no hubiera hecho el amor con Margaret varias veces o donde no hubiera llamado puta a Anna.

Esta situación se repite en muchos de los héroes y antihéroes del universo de Truman Capote (Odd Henderson en «El invitado de acción de gracias»; Preacher en «La leyenda de Preacher»; Miriam en el cuento epónimo; Ottilie en «Una casa de flores»…) que también están presentes en sus novelas (Holly Golightly en Desayuno en Tiffany’s; Joel Knox en Otras voces, otros ámbitos…) Cada uno fue creado para el universo que habita y resulta inconcebible imaginarlos fuera de él, por ejemplo, en una Nueva York o una Nueva Orleans paralelas.

Vuelvo al libro de Ensayos sobre literatura norteamericana de Eduardo Lago, donde al final en un apéndice comparte un «Canon del cuento» estadounidense, desde Washington Irving hasta Junot Díaz, el cual divide en cuatro niveles: «El canon (casi) completo», «El canon básico-exigente», «Autores fundamentales» y los «Imprescindibles». ¿Saben qué? En ninguno de ellos aparece Truman Capote.

Sin embargo, la mejor manera de reivindicar a un autor —y la más honesta, además— no es por medio de listas canónicas, ni campañas publicitarias y ni siquiera por artículos como este, sino más bien leyéndolo. En lo que a mí refiere, nadie me quitará el placer de volver cada cierto tiempo a las historias magníficamente contadas. Y entre ellas están los cuentos de Truman Capote.

[Foto de portada: © Henri Cartier-Bresson]

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