El fin de la moraleja


Lissete E. Lanuza SáenzHace poco tuve la oportunidad de ser jurado en el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Carlos Francisco Changmarín 2015. La experiencia fue especialmente enriquecedora, tuve la oportunidad de coincidir en el jurado con dos otros escritores maravillosos, uno que conocía bien y otra que ahora ya siento muy cercana. La discusión fue mínima, el consenso casi inmediato. Los tres llegamos con los mismos trabajos escogidos, un ganador y una mención de honor. Para tres escritores de diferentes generaciones, con gustos y experiencias diferentes, esto es casi un milagro.

“¿Cómo lo logramos?”, me preguntó después una autoridad del Instituto Nacional de Cultura. Había una respuesta larga y una corta, pero les comparto la corta por razones de espacio: gracias a la moraleja.

Sí: a esa moraleja de las fábulas de cuando éramos chiquitos. Esa que venía en letra cursiva y grande en la parte de abajo de los libros para que no nos confundiéramos. La queinstaba a ser bueno, honesto, valiente y quién sabe qué otras cosas más. Pero, ¿y que tiene que ver la moraleja? Pues es sencillo: mientras más clara estaba la moraleja, mientras más obvio el mensaje que el escritor deseaba transmitir, peor la historia.

Advierto que esta no es una regla fija. No pretendo decir que la literatura debe divorciarse del mensaje, ni mucho menos. La literatura es, por encima de todas las cosas, una forma de comunicar una idea; pero en el momento en que la literatura se vuelve sobre la idea por encima de la técnica, entonces deja de ser literatura.

La literatura infantil y juvenil sufre mucho de este problema. Sí, es verdad, los niños necesitan mensajes positivos, pero los niños necesitan también personajes con los que se puedan identificar, modelos a seguir, historias que despierten su imaginación. Los niños necesitan lecciones, sí, pero las mejores lecciones no son las que vienen en cursiva y en grande, sino las que se aprenden sin querer, las que se intuyen, las que los personajes van descubriendo poco a poco, a veces, incluso, de mala gana.

Hace rato ya que la literatura no necesita moralejas, o al menos, no moralejas explicitas. Cuando abrimos un libro no buscamos enseñanzas (ni siquiera los niños las buscan). Al contrario, buscamos un amigo, buscamos una historia viajar a nuevos mundos. Si aprendemos algo o no, eso no es problema del escritor. Él cumple con darnos las herramientas, con esconder una idea detrás de las palabras. Lo demás está en nuestras manos.

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