El erotismo violento y nuestra herencia


Diana Vásquez Reyna_ Perfil Casi literalHay en Puente adentro, de Arnoldo Gálvez Suárez, escenas que me hicieron preguntarme qué tenemos en la cabeza cuando pensamos en sexo heterosexual y cómo hemos pasado a la adultez de una forma tan enferma, si por lo regular las primeras experiencias eróticas son violentas. Esta semana fue de llenar páginas enteras sobre el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, 25 de noviembre; algunas muy buenas como la de Julio Prado, otras que solo repiten como loros lo que ya se sabe, con cifras y definiciones, pero de una manera tan abstracta como si no sucediera en realidad.

La ficción de Gálvez se me transmuta de las líneas del libro a la ventana del bus desde el que se puede vislumbrar esa realidad que todo lo permite. Lo que narra Puente adentro yo sé que es cierto. La historia tiene su contexto en el conflicto armado, los años ochenta y la época actual,  pero yo sé que es cierto que las maneras, las costumbres, las tradiciones y los horrores siguen tan latentes y desvergonzados en un flamante siglo XXI guatemalteco que añora la Colonia y el Medioevo.

En desorden y grado de conmoción me refiero ahora a lo que me impactó del libro porque sé que es cierto, que aún sucede y no sé cuántas veces: yo sé que a las mujeres las violan en la calle y que cualquier hombre se toma la prepotencia y la bestialidad de hacerlo.

Yo sé que el narco o grupos criminales explotan sexualmente a niñas de once años y que “obliga” a otros a hacer con ellas lo que sea. Mi conmoción es que en manada, los hombres se excitan y lo disfrutan.

Es cierto que las niñas son violentadas en sus propias casas. En el libro, un primo abusa de la niña desde los trece años en forma continuada hasta que queda embarazada a los diecisiete. También sé que es cierto que los niños nacen porque sus madres fueron violadas y que ellas tuvieron a hijos de sus violadores. Es cierto que los hombres engañan a sus esposas, porque no pueden ser sinceros con ellos mismos, y que si son profesores, se acuestan con sus alumnas, y que hay una diferencia de roles y edades que nadie nota.

El libro está muy bien escrito, lo que me conmociona es que después de una escena violenta en donde una mujer es solo un objeto al cual poseer, los protagonistas solucionan en la cama con un erotismo enfermo las soledades, los vacíos, la ternura perdida, los traumas, y que teniendo sexo, como la droga, se sienten vivos de nuevo en un mundo tan gris como este. Este libro no tiene perspectiva de mujer, eso es claro. Es un libro melancólico que narra las confusiones de un hombre sensible que quiere encontrarse a sí mismo, entender su herencia.

Lo que no dice en el libro, pero también sé que es cierto es que los hombres adolescentes siguen experimentando violentamente su despertar sexual, que sienten presión de grupo para convertirse en machos, que no pueden expresar cariño físico unos con otros libremente, que sus traumas no se hablan.

Se me venía a la cabeza con este libro y en esta fecha (25 de noviembre): ¿por qué los hombres se sienten tan ofendidos y se ponen a la ofensiva si se habla de machismo? y lo relacioné con que en Guatemala se cometió genocidio y muchos, hombres y mujeres, saltan diciendo: “no somos genocidas”. Estamos aún en negación de los hechos, hechos que son nuestra herencia, una herencia que necesita conocerse para no repetirla. Tal vez al aceptar que somos un país machista y violento podemos querer ya no serlo.

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