El storytelling de Manuel Puig

Noe Vásquez Reyna_ perfil Casi literal«¿Qué pasa que a veces alguien dice algo y conquista para siempre a otra persona?»
                                   El beso de la mujer araña

Leo. No como la «persona de letras» que debería devorar libros, sino con la frustración de adulto con excusas que no tiene tiempo para leer pero que encuentra en la lectura el escape perfecto de una realidad tan asqueante.

Intento mantener la mente positiva. No llorar. ¿Conviene explicar tanto?: un mundo por extinguirse, represiones ciudadanas por doquier, una más-o-menos novela histórica centrada en Guatemala que ignora su propia historia, tranzas políticas para dejarles el camino libre a criminales que resultan ser funcionarios. Que ardan las urbes, pero hay que ir al trabajo para seguir sobreviviendo.

Leo quizá porque no puedo gritar. Mi garganta lastimera no fue hecha para eso (envidio tanto a quienes sí pueden). Leo por desencanto, porque me faltan conversaciones humanas reales sin pantallas de por medio.

Leo por estos días, atinadamente, El beso de la mujer araña, del argentino Manuel Puig (1932-1990) y es un alivio volver a esa literatura que tiene tanto. Sobre todo, el encanto de contar historias y narrarlas con muchos matices y vuelta-de-gatos: sin aviso, con guion o sin él, con interrupciones, con diálogos que llevan a otras historias, las de los dos protagonistas encerrados en una celda en que solo se tienen a sí mismos.

Porque contar historias —ese tan millennial storytelling— es lo que siempre nos ha conectado con lo básico, con lo humano. El boca a boca sigue funcionando en esta era en que usted, querida persona, lee esto en la web incluso desde el celular.

En esta novela sudamericana de Puig, Molina va narrando a Valentín varias películas para entretenerse, para escapar de ese encierro tan familiar, tan actual. ¿Les recuerda a Netflix? Y la cosa es que Molina cuenta bonito, directo y apasionado. Ah, porque algo que enriquece el vocabulario, los giros y la cercanía de las historias es el hermoso personaje de Molina: una ella tan clara. Un personaje, dirían ahora queer o cuir, o simplemente «diverso» que siempre fue femenino. Porque solo un personaje así puede crear mundos polifacéticos tan abstractos como humanos-maternales; atmósferas que le ganan terreno a la civilidad pensante para que tenga espacio el sentir agudo (esa pinche binariedad tan occidental que llegó al mal llamado nuevo mundo).

Esta ella, Molina, pone el toque, el sensual, el brillante en esta novela que fácilmente tiene tres fondos: uno, el de la cárcel con sus delitos difuminados en un contexto histórico claro de posguerra latinoamericana; dos, el de las películas de amor en tiempos violentos, revueltos o recios (diría Vargas Llosa); y tres, el de los protagonistas que se van enganchando entre sí emocionalmente, ¿por qué no?

Contar historias de esa manera tan atractiva y tan atrayente sería como una mirada directa que ve más allá, que atraviesa, que revuelve, que dan ganas de ser rebelde de verdad, de creer en cualquier revolución; no de las históricas que tampoco fueron para todos, sino de las más íntimas e invisibles, esas que al final de cuentas quiebran todo e invitan a saltar al vacío, como con fe…

«En cuanto aproximes tu mirada a resquicios del mundo, descubrirás continentes desconocidos», dice Anton Patiño en Minifiesto de la mirada. Hacia una imagen sensorial. Ojalá encuentre pronto un libro publicado recientemente en Centroamérica que me invite de la misma manera a tener ese tipo de fe.

[Foto de portada: Elisa Cabot]

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