Guatemala, país matadero


Diana Vásquez Reyna_ Perfil Casi literalByron Quiñónez, en su libro Guatemala, ciudad matadero (Alambique, 2011) nos desdibuja y redibuja la capital guatemalteca, con sus sospechas, su corrupción, su pobreza, su sangre, sus tugurios de muerte y sus muertos. No nos pinta la Guate-Ámala que todos “queremos” imaginar, sino lo que esconde nuestra alfombra teñida de rojo y polvos blancos.

En el libro de Quiñónez, los cinco cuentos que no distan mucho del día a día fotografían los rostros acostumbrados a tanta droga, a tanta pena, a tanto crimen.

La risa amarga con la que nos narra Quiñónez los submundos de fiscales, policías, drug dealers, sicarios y cadáveres nos apunta a los ojos como ese revólver o pistola 9 mm que pareciera que un día de tantos nos encontraremos en la calle. Se ríe de que en esta ciudad matadero el próximo muerto podemos ser nosotros, Un muerto del montón.

Quiñónez se queda en la ciudad, pero debería ser extensible para todo el país: Guatemala, país matadero. Solo durante la Semana Santa y los primeros días de la semana siguiente, los periódicos reportaron crímenes dignos de cuentos policiacos, de cuentos de horror: 123 personas muertas registró el Sistema Nacional de Prevención en Semana Santa (Sinaprese) y “la violencia fue la primera causa de los decesos”. Solo los accidentes de tránsito ocasionados por consumo de alcohol y exceso de velocidad dejaron ochocientas cincuenta y siete personas heridas. ¿Cuántas personas con discapacidad vendrán después?

En Guatemala nos gustan los deportes extremos, la muerte está en las esquinas y es parte de nuestra idiosincrasia adoradora de la Chabela (esa calaverita bailarina), de las procesiones cuaresmales, de esos tantos misterios que encierra adorar el dolor y la muerte, consecuencia natural de la tortura del señor Jesús. La pena es honda, pero pareciera que nos gusta la sensación de ruleta rusa todos los días. Incluso en tiempos en que despierta un poco la consciencia dormida de la ciudad, todavía mueren hombres baleados en el parque central, a una hora concurrida.

Que un niño de siete años muera como víctima colateral de una balacera en Fraijanes es depravado. Que una quinceañera tenga seis meses de embarazo y que también la hayan alcanzado las balas perdidas no sé si ya es enfermedad. Una sociedad que permite el abuso sexual contra menores y el asesinato de escolares está enferma, es una sociedad que le gusta bailar con la Chabela, con cadáveres a cuestas.

Para enterarnos de los casos, que son muchísimos, está la prensa; para dialogar de lo que sucede y cómo lo interpretamos, está la literatura. Quiñónez nos dibuja sonrisas sarnosas, descaradas y con cierta melancolía mentolada. Nos pinta con palabras la Guate que también amamos, con sus muertes, con sus muertos, con sus ruletas rusas y su descarado mirar como “buscando una oportunidad de ver los ojos de la muerte sin tener que irse con ella”.

Tal vez el cambio que tanto exigimos en las manifestaciones, de ser incorruptibles y sin usar la violencia como supuesta solución de todos los males, deberíamos buscarlo en el espejo.

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