Identificarse


Diana Vásquez Reyna_ Perfil Casi literalUna mañana a principios de mes apareció, pegada en la esquina de mi escritorio, una banderita de Guatemala. Mi primer impulso fue arrancarla y tirarla a la basura. Me detuvo el esmerado esfuerzo de don Lisandro, que se encarga de la limpieza, para adornar la oficina en cada festividad.

Desde la secundaria los símbolos patrios no me dicen nada. No me identifico con ellos. Veo tantas banderas que me intoxica el azul y blanco. He visto ceibas taladas para colocar concreto. Las orquídeas son adornitos en llaveritos o aretes para turistas. El himno dice tantas incoherencias de un fervor patrio que solo se traduce en adolescentes que, año tras año, imitan marchas militares con el violento entrenamiento incluido para que el pasito quede recto. Así, desmemoriados.

El año pasado, los jóvenes que orgullosamente corrían tras una antorcha le echaron agua (quiero creer que era agua) a los transeúntes y ciclistas que pasábamos a su lado. Muy patriótico. No creo ser la única que tiene este amor-odio por su país. No me creo el discurso de amarla ciegamente porque es “la tierra que te vio nacer”.  Parafraseo una frase que leí en alguna parte: “Uno se enamora de lo que no conoce; uno ama lo que sí conoce”.

Conocer a Guate es ahogarse un poco, tenerla atragantada y querer nombrarla de otra forma menos sádica. Por suerte o circunstancias, le conozco a Guatemala rostros amables. Si me quedara solo con los horrores no pasaría de golpear muros, amargarme la vida o buscar salidas más rápidas.

Como los símbolos y las prácticas patrióticas que se fomentan no se me hacen coherentes con su historia —retomada, reconstruida y vista de otra manera fuera de la escuela—, entonces busco identidad en sus letras: esas no fallan. Me muestran un abanico enorme donde encuentro fragmentos que se unen unos con otros, porque definitivamente está quebrada. Armo el rompecabezas al que le han arrancado piezas importantes, las han desaparecido.

En el intento por reconstruir a Guate desde sus letras, encuentro a Manuel José Arce nombrando realidades constantes a pesar de las décadas. A Asturias jugando con el lenguaje y sintiéndolo salvajemente colocado en una secundaria que no tiene las herramientas para apreciarlo. A Margarita Carrera en sus fases de poeta y columnista que agradezco. A Gómez Carrillo, que le dio curiosidades a mi adolescencia para conocer mundo.  A Cardoza y Aragón, Luis de Lión, Augusto Monterroso, Rafael Arévalo Martínez, Dante Liano, Rodrigo Rey Rosa, Eduardo Halfon, Arturo Arias, Isabel de los Ángeles Ruano…  todos con complicidades con las que me logro identificar.

Con ellos y las pocas ellas también hay otros antes y después, alimentando y perfilando lo que somos. Mucho más cerca me encuentro con aquellos que me llevan pocos años o incluso se los llevo yo. Me faltan por nombrar tantos…

Antes no le dedicaba atención a la literatura guatemalteca, puedo decir que también la desprecié sin conocerla. Por pasos agigantados, algunos libros y autores me decepcionaron, no terminaban de matar a Jack  Kerouac, de fingir posturas o decir verborreas megaegocéntricas.

Recientemente me entusiasman los libros que se publican en el país. En la Feria del Libro aumentan los ejemplares guatemaltecos. Los espero, los busco y, como en toda relación, les dedico tiempo. La mayoría me reta a reconocerme en ellos y volver a autores nacionales o extranjeros que me dejan con sed.

Exceptuando algunos casos, aún encuentro libros con un final arrebatado que  merma la credibilidad de la historia. Una edición que omitió trabajar un párrafo. Una diagramación que dejó demasiadas viudas. Cuentos que pudieron quitarse porque roban tiempo y palabras. Un concepto que se hizo aprisa. Y quizá eso también refleje lo que somos, mejorando en profundidad pero descuidando detalles que completan la experiencia artística y estética.

Guatemala muchas veces me decepciona. No celebro la independencia ficticia que tenemos pero aplaudo el intento del arte por incomodarnos la idea de país, de nombrarnos con todas sus letras, por querer reconstruir nuestras ilusiones rotas. Después de todo, el papel aguanta con todo y deja el registro de las barbaridades que permitimos. Quizá en un utópico sistema educativo funcional, esa historia y esa literatura sí se lea.

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