Noviembre y nuestros muertos


Noe Vásquez Reyna_ Perfil Casi literal.jpgPese al evidente cambio climático, noviembre en Guatemala aún cuenta días con cielos despejados, un sol abrasador color de yema cruda y viento frío cual caballo desbocado que choca de frente con los rostros por las calles. Así han sido los noviembres desde que tengo memoria en esta ciudad gris, de muchos techos de lámina y edificaciones a cuadros, cuatro por cuatro, ocho por ocho; así cuadrada como el imaginario colectivo.

Díganme cursi: alguna vez dije en voz alta que admiraba a la gente que había nacido en noviembre, tienen algo como este clima. No creo en las generalidades, pero aún no me he topado con alguien nacido en noviembre que no me haya mostrado algo hermoso en su mirada, o el recuerdo de esa mirada en otras personas nacidas en abril u agosto a quienes usan como vehículo cuando hablan de ellas; resulta ser una conversación a la distancia.

El 1 de noviembre se celebra el Día de todos los santos, y la mayoría de los guatemaltecos visitan los cementerios. Una masa humana se mueve por esas callecitas llenas de silencio a pesar del bullicio. Las flores, coloridas o no, se multiplican y se encarecen. No he entendido todavía la magia de regalar flores, no es algo que haga naturalmente y no soy de las personas que se acerca a sus muertos con ese símbolo en particular; simplemente no puedo.

Hablar de la muerte… Esa que te espía a los pies de la cama o aparece a la vuelta de la esquina tras un arma, tras las ruedas, tras el instante inesperado, tras la tortura, tras migrar por otro presente, tras la mano violenta de quien dijo alguna vez que te amaba. La he imaginado blanca y paciente, pese a las prisas, al poco tiempo, a las despedidas ausentes. En la literatura, el relato de quien dice que ha visto a la muerte me suena a ese haber visto a dios, a cualquiera de tantos. También la imagino bailando, atractiva y con los labios azules profundo, como buscando el beso perfecto.

En nuestros países la amamos tanto que los cadáveres y los servicios funerarios se multiplican como peces. Hemos sido resilientes a la muerte y a sus formas. Gabriel García Márquez (lo parafraseo) decía que el hogar es donde están enterrados nuestros muertos, quizá en Centroamérica somos más que literales en eso.

Nuestros muertos… nuestros muertos. Repetir esa frase es recordar de lo que nos hemos ido formando. Otras vidas y otras muertes han ayudado a moldear los sueños y a sentir el suelo. No llevaré flores, no es mi modo supongo, pero enciendo una vela y un incienso de lavanda en una esquina que en estos primeros días de noviembre simulará un pequeño altar. Pienso en ellas, en ellos, en sus miradas y sus voces. De algunos conservo cartas manuscritas, fotografías y libros; de otros, solo el recuerdo del brillo de sus ojos.

Solo por curiosidad me pregunto si los corruptos y los impunes también piensan en los muertos que han dejado. Me animo a imaginar que sus camas, durante las primeras noches de noviembre, se pueblan de visiones como esta obsequiada a la humanidad por Juan Rulfo:

«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz».

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