Revisión de la imagen: colonialismo y la construcción del indígena


Noe Vásquez Reyna_ perfil Casi literal«El hombre que se conforma con su propia imagen, que vive en ella y desde ella, no es persona, ni personaje, todo lo más actor de su propio vacío. Una imagen tampoco es un hombre, sino representación estática, por mucho que el engaño la ofrezca como dinámica».

Pedro Laín Entralgo

Abrí mi cuenta de Instagram en 2015. En Guatemala sucedía un gatopardismo que cambió un binomio presidencial y poco más. Existen esperanzas de que el 2015 haya marcado sobre todo a las juventudes que salían sábado a sábado a los tours-manifestaciones pacíficas en el centro de la ciudad, creyendo en una revolución digital. La imagen fue importante: las selfies registraban el ser y estar de ese momento ficticio o no. Un involucramiento con filtros, hashtags y corazones-likes.

Dicen que la fotografía se ha democratizado y que las aplicaciones hacen experto al ojo sin ángulo. En esta cuarta revolución tecnológica todos sacamos al fotógrafo que llevamos dentro y al modelo ideal —retocado y perfeccionado—; ambos, encarnados en el mismo yo narcisista que quiere existir en el mundo (virtual, claro está).

La historiadora mexicana Paulina Pezzat Sánchez investiga actualmente en Guatemala las imágenes del colonialismo, específicamente la fotografía, la exotización y la sexualidad de la mujer indígena durante la época liberal (1870-1930). Pezzat se centra en cómo fueron representadas las mujeres indígenas, en qué condiciones, qué intenciones tenían estas fotografías y cómo circulaban, cómo era el medio de difusión y en qué contextos.

Desde el inicio de la fotografía, la imagen y su discurso ha contribuido a crear otredades, invisibilizando y homogenizando grupos enteros. En Guatemala pareciera que las primeras imágenes de grupos indígenas tenían una clara intención: anular al individuo indígena como persona y cosificar, en particular, a la mujer indígena joven, quien se convirtió a través de la imagen en un cuerpo desnudo exótico y anónimo, una bella cosa silenciosa en retratos sin contexto, lo cual trasladaba al imaginario colectivo que la población indígena es una masa homogénea al servicio de blancos, criollos y mestizos.

En 1987 el médico, historiador y filósofo Pedro Laín Entralgo decía: «Asistimos, sin hacer nada, a la muerte de la palabra. No es un sacrificio necesario ni un rito purificador. Es el triunfo de la necedad. La imagen se erige en diosa absoluta del nuevo discurso. El diálogo —concordia desde la dialéctica— desaparece. El “yo” y el “tú” se convierten en un “él”, alienante, impersonal. No es un monólogo de un personaje real, un “tú” que está ahí, sino el discurso interminable de “algo” que representa a “alguien” y que es el poder o el miedo».

Pezzat remarca que durante mucho tiempo la Etnografía sirvió para justificar la difusión de estas imágenes con pretensiones cientificistas en las que se apropiaron de los cuerpos, sin censura ni tapujos, de poblaciones originarias en beneficio del «conocimiento» y que ahora empiezan a surgir relecturas críticas de la venta y comercialización que se hacía de estas imágenes en toda América Latina.

Como ahora, muchas de esas imágenes también eran ficticias: se hacían montajes de escenarios, con indumentarias, joyas y poses para dar a «conocer» a las poblaciones aborígenes: las otras, las diferentes, las de segunda categoría que también habitaban (eran explotadas y despojadas, aunque eso no se decía) las tierras que desde ya se nombraban regiones de inversión.

En la época que Pezzat investiga se hablaba más del fotógrafo que del sujeto fotografiado, por lo cual la historiadora le ha seguido la pista a nombres como Charles Walter, Winfiedl Scott, Gustavo Milet, Eadweard Muybridge, Gustav Eisen, Emilio Herbruger, Alberto G. Valdeavellano y Tomás Zanotti, que contribuyeron a la construcción de la otredad indígena a través de sus imágenes. Hasta la fecha a las poblaciones indígenas se les sigue considerando masas homogéneas sin identidad; y no solo se trata del exotismo visto por el ojo extranjero, sino de lo que consideramos diferente a nosotros, incluso siendo de un mismo país.

El presidente Manuel Estrada Cabrera era un narcisista fanático de la imagen, y bajo su dictadura se editó y publicó el Libro Azul de Guatemala, cuyo prefacio —copio literal— dice así:

«Al emprender la publicación de este libro hemos tenido en vista el deseo de ofrecer al Capitalista y Turista extranjeros, así como al hijo de Guatemala, una exposición auténtica del estado del progreso que ha alcanzado este bello y simpático país, y al mismo tiempo hacer una obra que sirva de recuerdo y ejemplo á las generaciones venideras, que contenga datos biográficos de las personalidades más eminentes en política, ciencias, letras, artes, industria, agricultura, etc. Así como un compendio de la historia de este país, para dejar á la posteridad una recopilación de datos históricos que demuestren patentemente el esclarecimiento de hombres de nuestra época y especialmente las innumerables obras, tanto de educación como de mejoras públicas del actual Presidente Constitucional de la República Licenciado Don Manuel Estrada Cabrera… A más de ser una obra interesante bajo cualquier punto de vista por su parte histórica, biográfica, comercial, agrícola, etc., el Libro Azul de Guatemala, contiene todos los datos y estadísticas comerciales necesarios, publicados en forma tal que cualquiera puede leer y entender con la mayor facilidad. Además incluimos muchas artísticas ilustraciones fotográficas para dar una idea más exacta de lo que es Guatemala en la actualidad, al amparo de la progresista administración que rige sus destinos».

«En la obra aparecen mujeres bellas de esa época para invitar a hombres europeos y acaudalados a formar familias en Guatemala, quienes migraron a causa de la Primera Guerra Mundial», explica  el doctor en Historia del Arte Fernando Urquizú, citado por la periodista Brenda Martínez en un artículo sobre este libro.

Según Pezzat, existe una marcada diferencia en cómo se retrataba a las mujeres en el Libro Azul. Por un parte, la mujer blanca aparecía con nombre y apellido, mientras que las mujeres indígenas eran llamadas con adjetivos genéricos como «Coqueta mixqueña». Se podría decir que el Libro Azul era un catálogo de productos que ofrecía Guatemala, y las mujeres —todas— eran un producto más.

Al hablar de esa otredad, Pezzat reflexiona que ese término invisibiliza a un conjunto de grupos, y que ella preferiría no utilizarlo ya que en la otredad se coloca a todo lo demás que no es el hombre blanco heterosexual, que entonces sigue siendo la referencia para medir el mundo. «En la tesis me gustaría discutir sobre este término. Yo lo veo como reconocer algo que es diferente a uno mismo y depende de cómo te posiciones tú también».

«La otredad es una construcción para tratar de entender una realidad desigual. Talvez, como dice Aura Cumes, la desigualdad no es el problema, sino la dominación. Sin embargo, por no usar la categoría, no quiere decir que la otredad, como mecanismo de dominación, no siga funcionando. Creo que la otredad también es parte de nuestra herencia colonial de pensar en dicotomías siempre, y el referente, como dice Pezzat, siempre es el hombre blanco. Sin embargo, no vamos a negar que esta referencia de hombre blanco, heterosexual, heteronormado es el que construye todas las demás. Una de las falacias ha sido construir estas diferencias en esa dicotomía. Históricamente estamos en lugares diferentes, se nos han asignado narrativas históricas distintas, cuerpos distintos y nos da mucho miedo pensar que tenemos muchas cosas iguales a las otras y a los otros», expresa la investigadora y antropóloga tzutujil María José Pérez Sián.

Como lo dejó escrito en 1986 Carlos Guzmán Böckler: «La violencia colonial es, pues, el eje sobre el cual gira desde hace casi cinco siglos la totalidad de la vida colectiva de Guatemala».

 

[Foto de portada: Eadweard Muybridge]

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