Todo empieza con palabras


Diana Vásquez Reyna_ Perfil Casi literalHablar de feminismos en Guatemala es esperar un aluvión de insultos y cuestionamientos. Hablar apropiadamente del tema requiere, además de teoría, un sentido consciente de las realidades muy diferentes que viven diariamente las mujeres y los hombres.

Antes me explotaba toda la verborrea feminista con su vocabulario técnico para explicar la relación de poderes, pero es así como se empieza: por las palabras. Existe lo que se nombra, aunque muchas veces más que nombrar para que exista, simplemente se etiqueta.

En las etiquetas persisten los prejuicios. No todos los hombres que cortan el cabello son gays ni todas las mujeres que juegan futbol profesional son lesbianas. Las adolescentes que resultan embarazadas no son putas ni las prostitutas son objetos para hacer con ellas lo que sea. No todos los que llevan tatuajes son mareros o criminales, ni todos los encorbatados son gente decente y confiable. Eso ya lo sabemos, pero es muy fácil volver a las etiquetas.

Considero que ese etiquetar se hereda un poco del obedecer sistemáticamente: la forma de entender el mundo en Guatemala no es por lógica, sino por órdenes no cuestionadas (militariodes). Hay más apertura, los tiempos modernos lo exigen, pero el cuestionar demanda dejar que el miedo invada las zonas de confort. El miedo es un muro de contención para la curiosidad, inmoviliza.

Volvamos a lo de las adolescentes embarazadas. Del 25 de junio al 31 de julio, en el Centro de Formación de la Cooperación Española de Antigua Guatemala, estará abierta la exposición fotográfica “Niñas con niños”, de Linda Forsell. Es el relato gráfico de niñas que han dado a luz después de haber sido violadas, en algunos casos reiteradamente.

El domingo 28 de junio, la Sala 3 del Centro de Formación se encontraba vacía. Pocas personas entraron. Las familias que llegaron con adolescentes, hombres y mujeres, no se quedaban ni cinco minutos. Parecían huir del tema. Era como algo extraño o muy denso que no motivaba su curiosidad. Parece que tenían claro que se trata de un “fenómeno que le sucede a esa gente”, en pobreza, claro.

Casi ninguno leía todas historias ni se detenía a ver todas las fotografías, quizá porque no hay formación de cómo apreciar una exposición en general. Quizá porque hemos normalizado el hecho de que en Guatemala a las niñas se les viola y no pasa nada.

En la entrada de la sala se encuentra la instalación “Huellas los tres tiempos”, de Alejandra Hidalgo, hecha con 5,100 tortillas, una por cada niña de entre 10 y 14 años de edad que dio a luz en 2014 como consecuencia de abuso sexual.

“El abuso y la violencia es el alimento que ellas consumen durante la mañana, la tarde y la noche. Son también tres los únicos destinos permitidos para ellas: ser hijas, esposas y madres”, explica la ficha técnica de la instalación. También se indica que de esos casos, 620 fueron denunciados y solo se tienen 40 sentencias.

La escultura se asemeja a un pulpo gigante con tentáculos de una depravación hecha hábito: un adulto que se satisface con presas vulnerables, un delito convertido en tradición. Esas 5,100 tortillas también representan la indiferencia de la sociedad y recuerdan la tesis de un país estructuralmente machista: “ellos me dicen que los hombres valen más que las mujeres”.

En Guatemala se exalta a la madre como figura santa y pura. Una niña violada es perdonada al convertirse en madre sin saber exactamente qué significa serlo ni por qué se le perdona. Se olvida que cinco mil vidas solo en 2014 se quebraron, generaron traumas, odios y muy probablemente círculos de empobrecimiento y violencia.

La mayor parte de las veces, las niñas embarazadas no continúan sus estudios. Como consecuencia no podrán trabajar en mejores condiciones y estarán atadas a un ser que no era esperado ni pidió venir al mundo. Por el contrario, hasta ahora nada liga a los hombres a ser responsables en la paternidad. El 57.2% de las madres en Guatemala son madres solteras. En casos de violación, incluso el sistema de justicia aún logra favorecerlos.

“Berta (13 años) descubrió que él (25) hacía lo mismo con otras niñas antes que ella. Tenía seis hijos y se hacía cargo de dos. Los padres de Berta denunciaron la violación, pero el caso fue desestimado, no pudo hacerse nada. Por suerte, el hombre fue capturado y acusado de otros cargos, no de violación”, cuenta una de las historias. Berta agrega: “Ellos lo atraparon con un arma. Él estaba disparando al aire y por eso lo enviaron a prisión”.

Cuando tenía 12, hombres adultos empezaron a acosarme, para mí no fue normal. Lo más probable es que todas las mujeres del país hayan experimentado algún tipo de acoso, ya que las estadísticas aún señalan que una de cada tres mujeres ha sufrido abuso sexual.

Como adulta y en lo personal no me preocupa tanto el ser inclusiva en el lenguaje cuando hablamos de igualdad. Decir ciudadanos y ciudadanas no tiene mucha relevancia, pero soy consciente de que el segundo término no conlleva todos sus derechos ni sus libertades.

En la calle persiste el acoso hacia las mujeres. No se trata de piropos, no se trata de que ellos aprecien lo que les guste y lo expresen. Es una cuestión de poder e intimidación. Al escuchar los “tan inocentes piropos”, o mejor dicho comentarios sexualizados que cosifican el cuerpo de las mujeres, la mayoría de nosotras sentimos miedo, sentimos que pueden agredirnos. Sabemos que lo hacen porque quizá ya lo han hecho. Así como el feminismo nombra lo que incomoda a muchos, hay que recordarles que la violencia también se nombra, que empieza con palabras.

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