El problema no es el coronavirus


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalEl coronavirus llegó y no hay quien lo pare. Mientras que los medios le dan seguimiento al número de muertos y la audiencia espera ansiosa la noticia de una vacuna milagrosa que sea nos salve a todos de la desgracia, parece que a nadie le importa cómo rayos es que se recuperan cientos de miles de afectados. La cantidad de fallecidos en otras epidemias que han ocurrido a lo largo de la historia han sido mucho más altas.

Contrario de lo que la mayoría de las personas piensa, las vacunas no son sustancias químicas externas que se nos inyectan y quedan ahí flotando en nuestra sangre y «protegiéndonos». En realidad, las vacunas son virus debilitados extraídos de la misma enfermedad y que obligan al organismo a crear anticuerpos para que tenga capacidad de respuesta. El sistema inmune es el encargado de protegernos de las enfermedades a través de unas células llamadas «anticuerpos» y, cuando nos vacunan, lo que se inocula por medio de la jeringa es una dosis de virus muy débil que le da ventaja al sistema inmune para que fabrique el «anticuerpo especial» que puede derrotar a un virus determinado. Este se inscribe en la memoria de nuestro cuerpo y cada vez que regresa ya habrá manera de hacerle frente. Así, es fácil entender que es el propio cuerpo quien se vacuna y autoprotege, y la inyección con los virus debilitados contribuyen a desencadenar el mecanismo biológico.

Hasta el día en que escribo esta columna, la realidad dice que la batalla contra el coronavirus se libra —como ocurre con todos los virus— en el interior de nuestros cuerpos; y mientras llega una vacuna cientos de miles de personas en el mundo se han recuperado y lo hacen gracias a la perfección del héroe invisible por el que nadie paga y ninguno agradece: sistemas inmunes creados por la naturaleza para protegernos y defendernos de nuestros propios errores. Pese a que ni siquiera le ofrecemos los mínimos insumos para que trabaje óptimamente, el cuerpo se las arregla de la mejor manera en la que le es posible, ofreciéndonos soluciones para cada enfermedad.

La tragedia del coronavirus no está en su existencia (los virus siempre han existido y lo seguirán haciendo). La enfermedad no está en la pandemia, sino en la forma en la que hemos construido la sociedad occidental en la que vivimos hoy. Una que prioriza construir centros comerciales para ver partidos de fútbol y celebrar a las «estrellas» como si fueran dioses, en lugar de levantar hospitales, contratar médicos y financiar la investigación científica.

China tenía todas las condiciones para escribir una película de horror: población prácticamente hacinada y quinientos millones de ancianos. Sin embargo, lo contuvieron y nos dieron una cátedra con lecciones imprescindibles que, como buenos latinoamericanos, no nos importó atender. No fue una vacuna lo que lo detuvo, sino una cultura educada y disciplinada que sabe seguir instrucciones. Fueron los 16 hospitales temporales construidos en tiempo récord. Fue un compromiso y entrega médica en favor de la vida y no del dinero. Fue valorar la vida más allá de la edad porque para ellos los ancianos sí son importantes. Fue procurarle a las personas todos los insumos para que puedan acatar las medidas.

Y por último, no solo se trata de dar «medidas» para que la gente las siga. Si no se generan condiciones para las personas, dar medidas en fuertes campañas televisivas es un acto de hipocresía. Porque si las alacenas y cocinas están vacías, como ocurre en la mayoría de la población centroamericana, la gente tendrá que decir «O nos mata el coronavirus o nos mata el hambre por no poder a salir a trabajar». En nuestros países la tragedia no es el coronavirus, sino el empobrecimiento histórico que quedará expuesto en las próximas semanas cuando nuestra desgracia sea más que inminente.

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