El «regalo más grande» no es una escuela cara


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalUn día antes del día del niño aquí en Honduras me he puesto a pensar en cómo muchos de nuestros conceptos equivocados de adultos, y que damos por buenos, logran que tempranamente acabemos estropeando la vida de los más pequeños: que si se sentó a los dos meses, que si midió tantas pulgadas al nacer, que si leyó a los tres años y escribió a los cuatro, que si sabe ajedrez, natación y teatro, que habla inglés, que si es el mejor en su clase. La competencia es dura y el conteo regresivo empieza desde que nacen.

Hace algunos años realicé cerca de 700 encuestas para indagar lo que los estudiantes de nivel medio sabían sobre física. Estas se aplicaron en algunos de los mejores colegios de Tegucigalpa. Por «mejores» colegios entenderemos que son aquellos centros privados en donde se tienen todos los recursos y se generan las óptimas condiciones para llevar a cabo el proceso educativo de forma deseable y cuya formación es totalmente bilingüe. El resto de las encuestas se aplicaron en algunos colegios públicos, centros educativos que en su mayoría atraviesan muchas carencias.

El resultado fue claro: los colegios muy «caros» tenían en promedio mayor número de aciertos que los públicos. Sin embargo, las medias estadísticas —tan predecibles, tan aburridas— sirven para reflejar la parte más obvia de la información y nos olvidamos de que las excepciones aportan elementos igualmente valiosos, pero casi siempre invisibilizados.

Dos singularidades llamaron captaron mi atención: había estudiantes de los colegios muy caros que no acertaban ni una sola respuesta de las veinte preguntas que tenía la encuesta. El promedio alto de sus compañeros les absorbía y por eso no se notaban. Y la segunda excepción (y la que me marcaría para siempre) fue esta: aún con todas las falencias, en los colegios públicos había estudiantes que acertaron perfectamente a las veinte preguntas y no se notaban porque, otra vez, se perdían en la media baja de la mayoría de sus compañeros.

La moraleja que siempre tendré presente es que aún con las precariedades, en algunos centros educativos públicos se puede aprender tan bien como en uno privado. Y quien piense que por estar en el colegio más caro tiene garantizado su aprendizaje también está equivocado. Maestros con un alto sentido de compromiso y jóvenes con disciplina, entrega y genuinos deseos de aprender pueden inclinar la balanza en un sentido inesperado.

Muchos padres dicen que el único regalo que dejarán a sus hijos será una educación de calidad, y por ello asumen «cualquier sacrificio» y erogando grandes cantidades de dinero se lavan las manos y se curan en salud. «La escuela lo hará porque para eso se paga» es la premisa silenciosa que impera. En el fondo delegan en la escuela responsabilidades que les competen a ellos como padres pero que en una gran mayoría de casos no asumen.

Con el paso de los años la presión económica que generan estas matrículas y mensualidades exorbitantes pasan factura. Padres permanentemente cansados y estresados difícilmente construyen familias donde la sana convivencia sea la regla. Generalmente existen muchos reproches hacia los hijos, de quienes se espera que tengan «agradecimiento eterno» ante los esfuerzos realizados. Nada más erróneo.

La neurociencia dice que el aprendizaje se logra mejor cuando existen la sorpresa, el ejercicio físico, el buen ánimo y el asombro entre una gran variedad de métodos muy alejados de los que se emplean en nuestras escuelas públicas o privadas. Me pregunto si sus hijos no habrían ganado más si ese tiempo en el que trabajaron tanto para pagarles mensualidades costosas lo hubiesen dedicado a armar casitas de cartón, jugar con el perro, sembrar un árbol, desarmar radios, visitar la playa, jugar con la arena o simplemente caminar en el parque compartiendo un cono.

En su bellísimo discurso Qué es la ciencia, Richard Feynman —premio Nobel de Física de 1969— comparte hermosas anécdotas sobre su padre y cuenta cómo esas pláticas y caminatas con él fueron determinantes para desarrollar su gran pasión por el verdadero conocimiento. ¿Tendrán idea los padres de todo lo que podrían alcanzar con sus hijos si en lugar de regalarles la escuela más cara les regalaran experiencias y tiempo compartido?

Hay otra razón silenciosamente relacionada con tener a los hijos en la escuela más costosa, y no tiene que ver con garantizar una alta calidad educativa. También se trata de procurar un estatus que ofrezca una posición que no sea la última en la escala de valoración social. Porque, aunque vayamos a misa y creamos en Dios, nuestra escondida aporofobia aparece a la menor oportunidad. El aforismo de «por mis hijos hago todo» es característico de una clase media que casi siempre aspira a estar un poco más arriba de donde en realidad está y la escuela en la que matriculamos a nuestros hijos puede ser un indicador muy útil al momento de aparentar que no somos tan pobres como las estadísticas reflejan.

La Escuela de Chicago —tan prestigiada y distinguida— encontró un campo de acción en Chile después de la muerte de Salvador Allende. Toda la doctrina neoliberal que había desarrollado Milton Friedman fue implementada por los más brillantes estudiantes de esta escuela: paquetes de medidas económicas brutales que dejaron a los chilenos viviendo en unas condiciones infrahumanas. Imagino a los padres de los muchachos que recibieron estas «becas» cuán orgullosos se sintieron de saber que sus hijos se formarían bajo una «educación de primer nivel», olvidando que las escuelas también reproducen los valores de la élite a la que pertenecen. No solo se paga el álgebra, el segundo idioma, el súper laboratorio de ciencias; el paquete también incluye la asimilación de un estatus, la adquisición de un «prestigio», un cierto nivel de relacionamiento y una forma de ver el mundo y a sus semejantes.

Por eso hay escuelas que existen para formar a los capataces que irán a las grandes empresas a explotar a cientos de personas empobrecidas y, claro, ganarán dinero por ello y esto será suficiente para ser considerados «personas exitosas». Sin embargo, se les olvida a muchos que, por más que se esfuercen por pertenecer al «club» de manera lícita, la escala social solo la mueve la plata. Ser verdaderamente educado es otra cosa. ¿Cómo explicar que reconocidos narcotraficantes acaban siempre siendo muy bien recibidos en los círculos de la alta sociedad? Dudo que sea su alto bagaje cultural lo que les abra las puertas.

Los niños y las niñas no demandan escuelas más caras, ni el último juguete, ni hablar cuatro idiomas, ni mucho menos ser el mejor de su clase. Para educar verdaderamente y hacer de nuestros pequeños seres humanos que valgan la pena debemos regalarles experiencias que puedan transmitirles otro tipo de valores, unos completamente diferentes a los que gobiernan al mundo de hoy. Sí, hay que acercarlos al mundo real que les espera, pero no para que entren a la eterna y giratoria calesita y la reproduzcan, sino para que la transformen. Debemos mostrarles sin reparos todos nuestros errores para que puedan ser mejores que nosotros, sus antecesores. Necesitan aprender a amar y respetar a sus semejantes y a todas las formas de vida sobre este planeta, que es su única casa y tabla de salvación. El mundo urge reducir la crueldad, la violencia y el maltrato. Necesitamos superar el individualismo de «mientras yo esté bien, no me importa nada». Replantear el concepto de éxito y trasladarlo a otras esferas.

En el mundo convulso que tenemos hoy, el regalo más grande que podemos heredar a nuestros hijos es la esperanza. La esperanza de que, aunque nosotros hemos podido, ellos lo harán mejor. Pero para cambiar el resultado debemos dejar de hacer las mismas cosas. Las altas mensualidades y los objetos materiales costosos nada tienen que ver. El tiempo de calidad y la clase de experiencias compartidas con las personas que más aman y en quienes más confían no tienen precio. Vivencias que les ayuden a encontrar la mejor versión de ellos mismos, a crecer seguros, con amor y confianza. Solo así podemos cosechar una generación de ciudadanos que esté en condiciones de aportar y regalar esperanza a este mundo que tanto le hace falta.

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1 Respuesta a "El «regalo más grande» no es una escuela cara"

  1. Arturo Cardonna dice:

    Como siempre… Un penetrante análisis maestra.. Siempre disfruto sus artículos

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