Para esto sirven nuestros tres cerebros


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalEn biología es sabido que mientras más grande es el tamaño del cerebro en relación a su cuerpo, mayor es su grado de inteligencia. Por ejemplo, aunque los elefantes son muy grandes, su cerebro es pequeño si hacemos una proporción en relación a su tamaño. También es cierto que el tamaño del cerebro varía significativamente entre los individuos de una misma especie y que en este caso el volumen encefálico no se relaciona directamente con la inteligencia. Más que por el tamaño, la inteligencia estará determinada por los grupos de neuronas que la especie posea y la naturaleza de las conexiones nerviosas que existan entre ellas. Después del cerebro humano solo los mamíferos acuáticos —ballenas, delfines, etcétera— tienen un cráneo mayor que el de sus primos terrestres. Una de las explicaciones más plausibles es que el mar aporta gran cantidad de minerales y otras sustancias que favorecen el desarrollo del cerebro.

El cerebro humano más grande apenas registra un 2% de la masa corporal pero consume el 20% de nuestra energía y ningún otro animal posee esa característica. La gran mayoría de los animales invierten sus energías en hacer funcionar todo su cuerpo y no solo una pequeña parte. A falta de una masa muscular impresionante, nuestro cerebro ha sido nuestra mayor ventaja evolutiva, pues aunque no tenemos grandes dotes en cuanto a fuerza, tamaño, velocidad o destrezas físicas para sobrevivir como sí las tienen otras especies, sí contamos con habilidades que nos permiten, por ejemplo, construir trampas y hacerles el camino mucho más difícil.

Los humanos somos organismos semidesarrollados que completan su desarrollo fuera del útero materno, pues el tamaño de nuestro cráneo es descomunal para nuestro cuerpo. Nuestro caminar bípedo y el cerebro tan grande supuso que las mujeres desarrolláramos caderas más anchas para que el parto fuese posible. Son nuestras fontanelas (pedazos de huesos craneales que se fijarán después en el exterior) las que hacen posible la labor de parto, de lo contrario, habría sido imposible que al nacer una cabeza humana cupiera por un camino tan estrecho como el canal uterino. Esto tiene implicaciones visibles: mientras un potro tiene la capacidad de correr con apenas horas de nacido, los humanos necesitaremos por lo menos un año más de cuidados «intensivos» para completar el desarrollo de todos nuestros órganos, incluido el cerebro. Esa gestación es similar a la que ocurre en el marsupio de los canguros, donde termina de completarse el proceso de desarrollo fuera del útero materno. A esta etapa se le conoce como «exterogestación».

Otro dato interesante sobre nuestro cerebro es que está formado por tres «cerebros» más, que vieron su origen evolutivamente y en orden cronológico. Un lado absolutamente primitivo e instintivo conocido como cerebro «reptiliano» y que corresponde a la parte más intuitiva que todos tenemos es el responsable de las actitudes más instintivas que garantizan la supervivencia. Si alguna vez se ha sentido perseguido y ha salido corriendo a velocidades que ni usted mismo creía alcanzar, es porque su cerebro reptil se activó para que en cuestión de segundos su energía se utilizara para liberar la adrenalina que disparó todas sus señales de alerta; el ácido láctico impulsó sus músculos que, al instante, activó al máximo los miocitos de sus piernas para sacarlo de esa situación de peligro. ¡Y es que a veces no hay tiempo para pensar! Y nuestro cerebro responde en aras de sobrevivir.

Millares de años después, con el avance de las masas continentales y el internamiento de los animales en tierra, llegó el cerebro mamífero y todas sus magníficas capacidades. Si observa a algunas especies animales jugar con sus crías, lamerlas y ser cariñosas con ellas, o incluso con usted es porque los mamíferos tenemos un área cerebral específica para regular las emociones —sobre todo las relacionadas con la ternura y el amor— llamada sistema límbico.  Este apego es necesario para que el desarrollo de cualquier mamífero se complete. Las crías pequeñas deben ser cuidadas por la manada y sin estas emociones esta alternativa sería inviable.

Y finalmente, la evolución divergente nos llevó a desarrollar un pensamiento complejo en el cual reside en una estructura llamada neocórtex, responsable de todo el pensamiento racional, característica de los sapiens. Y cualquiera creería que este es el santo grial de la evolución, pues todo el desarrollo actual y los «logros» que se supone hemos alcanzado se los debemos a ella.

Mientras escribo esto me es inevitable recordar al intelectual Arthur Koestler, quien sostenía que lo correcto debía ser que «el neocórtex controlara lo suficiente las locuras del cerebro arcaico». Soñaba con una combinación de enzimas que pudiera otorgar al neocórtex el derecho a veto sobre el cerebro reptiliano y se pudiese así, de esta manera, corregir «la metedura de pata» de la evolución. Muy congruente el pensamiento de Koestler con el desprecio que la sociedad actual brinda a lo instintivo, intuitivo y reflejo.

Aunque nuestro cerebro ha sido moldeado por la evolución a través de millones de años —y nos recuerda que provenimos de animales que nos heredaron capacidades extraordinarias para sobrevivir en el mundo y adaptarnos a él—, perdidos en nuestro característico afán competitivo aún no entendemos el valor de la complementariedad.

El cerebro primitivo nos empuja a sobrevivir (luchar por nuestra vida va más allá del pensamiento racional) y nuestro cerebro límbico nos invita a amar, cualidad imprescindible para elevar nuestra calidad de vida y tener un mundo mejor. Sin embargo, en un acto de verdadera arrogancia hemos dejado que lo «racional» sea lo que gobierne, dirija y oriente todas nuestras decisiones, y a juzgar por los resultados, no ha sido la mejor opción.

Debo confesar que he visto en el mundo a pequeños «reptiles» disfrazados de sapiens que saben moverse muy «inteligentemente»: cerebro arcaico y neocórtex actuando en su máximo esplendor, pero ¿a servicio de qué? Tristemente, hoy abundan pequeños monstruos hitlerianos, ensimismados en sus proyectos, que hacen lo que sea para salirse con la suya.

Quizá si como humanos desarrolláramos nuestro máximo potencial podríamos intuir que pertenecemos a una gran urdimbre de la que tan solo somos un pequeño eslabón —la Tierra— (cerebro reptil), la cuidaríamos y protegeríamos con amor (cerebro límbico) y nuestra sobrada, venerada y respetada «inteligencia» (neocórtex) serviría para —a costa de lo que sea— proteger las dos ideas anteriores.

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