Pequeña crónica de China (IV)


Eduardo Villalobos_ perfil Casi literal«Yo jamás iría a China», me escupió alguien meses atrás. Lo dijo con esa voz forzada y empalagosa con la que los guatemaltecos disimulamos nuestra agresividad. «¿Por qué?», le pregunté. «Los chinos se comen cualquier babosada. Son maleducados, shucos y no tienen valores. Como crecieron con el comunismo se volvieron ateos. Otros son budistas, o sea, no cristianos. Y son mafiosos, se les nota», afirmó. No le respondí. Me lo dijo un tipo cuyas conductas son bastante cuestionables, pero no le respondí. Con el paso de los años he aprendido a ser más prudente.

Pensaba en todo esto en el vuelo que nos llevó al aeropuerto de Taiyuan, justo antes de quedarme dormido. Por la ventanilla, antes de aterrizar, Karla vio una gran ciudad llena de rascacielos iluminados por neones, como las que uno imagina cuando piensa en el futuro. Camino de Pingyao, que era nuestro destino, avizoré entre las hileras de edificios esa modernidad apabullante que se encuentra por todos lados en China, en ciudades de las cuales uno jamás ha oído hablar y que emergen de pronto entre alguna llanura, inabarcables y relucientes.

Pero antes de eso atravesamos por momentos de incertidumbre. Pingyao se encuentra a poco más de cien kilómetros de Taiyuan, por lo que pedimos al hotel en el cual teníamos reserva que nos enviaran un vehículo para recogernos. Esperamos casi media hora y nadie apareció, así que decidí ir a buscar un taxi que nos trasladara. Luego de negociar —traductor de por medio— con un conductor, emprendimos el viaje. Llegamos cerca de la medianoche.

Debo confesarlo: siendo de donde soy, durante el camino se me pasó por la mente que el taxista podría muy bien desviarse por algún camino y desvalijarnos, literalmente. Sin embargo, pronto apareció frente a nosotros la muralla de la ciudad antigua. Sin iluminación, en la casi madrugada, lucía un resplandor tenue, pero imponente. Había dos policías en uno de los accesos y se encargaron de no dejarnos pasar. No sabíamos entonces que la parte antigua de Pingyao estaba cerrada al tráfico. Me asaltó el miedo. Intenté explicarles a los policías que debíamos encontrar un hotel al que no sabíamos llegar. Ellos parecían divertidos con nosotros a pesar de mi angustia. Le dieron algunas indicaciones al conductor —que por supuesto nosotros no entendimos— y nos dijeron adiós con la mano.

Avanzamos hacia el siguiente acceso. Las torres de la vigilancia de la muralla, recortadas contra la noche, no pudieron aminorar mi preocupación. El taxista estacionó el vehículo y se bajó, invitándonos a hacerlo también. Le expliqué que no podía dejarnos ahí, mientras abría el baúl y sacaba nuestras maletas. Con gestos, me dijo que me calmara. Tomó una maleta y nos pidió que lo siguiéramos. Pronto encontramos el hotel. Cuando nos abrieron, yo estaba furioso.

Nos atendió un hombre bajito y delgado. Comencé a reclamarle en inglés. Él, sin inmutarse demasiado, le habló a un pequeño dispositivo que tenía colgado del cuello y que inmediatamente tradujo una disculpa. Me explicó que habían confundido la hora de llegada y que el conductor había salido tarde hacia el aeropuerto, que además había ocurrido un atasco en la salida de la ciudad y que por eso llegó cuando nosotros habíamos ya partido. Nos dio dos bebidas y nos invitó a sentarnos. Yo aún me negaba. Pronto apareció un muchacho que resultó ser el conductor retrasado. Casi con gestos se disculpó y nos enseño mi nombre escrito en un papel como justificante.

El hombre bajito nos preguntó cuánto nos iba a cobrar el taxista, que esperaba sin ninguna prisa en una esquina, atento a la escena. Le dije el precio: eran unos cien yuanes más de lo que habíamos pactado con el hotel. Me dijo que iban a cubrir la diferencia. Me pidió mi parte y le pagó. El taxista se despidió de nosotros, pero incluso entonces no parecía tener demasiadas ganas de irse. El hombre bajito nos reiteró entonces las disculpas y nos indicó que, por los inconvenientes, nos ofrecía una suite del hotel, que había dos disponibles, y nos invitó a mirarlas primero para decidir en cuál deseábamos quedarnos.

El patio de una antigua casa tradicional, que eso era el hotel, se abrió frente a nosotros. Es uno de los lugares más impresionantes en los que me he hospedado. No me refiero al lujo, sino a la calidez, la mesura, la autenticidad y la belleza. Elegimos una primorosa suite con una inmensa cama china y una sala de estar. Colocaron las maletas en la entrada y nos preguntaron qué deseábamos desayunar al día siguiente. Se los indicamos y, ya mucho más tranquilo debido a las atenciones, le agradecí al hombre bajito. Él le dijo algo al traductor y este me lo trasladó a mi lengua: «No tienes que ser amable conmigo. Eres mi huésped».

Al día siguiente intenté pagar. Me explicaron que no recibían tarjetas de crédito. «No deseo quedarme sin yuanes», le dije al hombre bajito, y le ofrecí pagarle con dólares. Me expresó que no los recibían, pero que no había ningún problema, que ponía a mi disposición al conductor para que me llevara a un banco. En menos de diez minutos íbamos en camino a la parte moderna de la ciudad. De regreso, el conductor paró en la puerta de la muralla y llamó por teléfono. Solo tuve que bajarme y atravesar el umbral para subirme a un pequeño vehículo eléctrico que me estaba esperando y me trasladó por los doscientos metros que aún nos separaban del hotel. Así de atentos fueron.

Durante los dos días siguientes la impresionante ciudad de Pingyao se instaló para siempre en nuestros ojos. Permanece inmutable desde hace siglos de una manera que se me antojó milagrosa. Surcada por cuatro calles principales que llevan a las puertas de una muralla que se conserva intacta, uno apenas avanza unos metros para embelesarse con la fachada de una casa o con algún patio asomándose juguetón a la luz. De pronto, una antigua torre aparece en medio de la calle mientras uno absorbe el aroma de las freidurías u observa la noche convertirse lentamente en noche. El estado de conservación es asombroso. Uno en verdad puede imaginarse el pasado glorioso que alguna vez tuvo.

Algo que llamó mi atención fue que muchos negocios, incluido el hotel, eran regentados por familias. Al preguntar por el baño en el restaurante en que comimos me indicaron un lugar en el patio y casi pude asomarme a las habitaciones. Había muchas ventas de artesanías atendidas por sus dueños. Ningún McDonald’s, ningún Starbucks, como en las grandes ciudades.

La última noche, Karla estaba muy cansada, así que me instalé en la recepción de nuestro hotel y pedí una botellita de un vino que sirven directamente de los barriles que adornan algunos negocios y restaurantes. Me dieron un botellín para que lo rellenara y me dejaron tranquilo. Me lo bebí lentamente bajo la bellísima noche de Pingyao, aún deslumbrado por las linternas rojas en los portones, por los tejados con remates curvos y graciosos, por la luz sobre la piedra que permanece más allá de nuestros sueños.

Pregunté cuánto debía por el vino. Me vieron de manera extraña y me indicaron que para mí era gratis, que si quería más solo me sirviera del barril. Al día siguiente, cuando nos fuimos, el hombre bajito le obsequió a Karla dos botellines de vinagre artesanal de Pingyao. Le agradecí efusivamente y fue la primera vez que pareció aceptar mi amabilidad.

Así fue como encontramos, en una hermosísima ciudad antigua china, a gente tan honrada, amable y pacífica. Estos «comunistas sin valores», pensé recordando al tipo que me dijo que jamás vendría a este país. Una cosa más: chapín como soy, no recuerdo haberle preguntado al hombre bajito por su nombre.

¿Quién es Eduardo Villalobos?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

5 / 5. 10


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior