El incesante tránsito


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalCuando me haga vieja, si las piernas me siguen funcionando, quiero que me llamen por mi nombre. No quiero que me digan anciana, ni vieja y menos adulta mayor.

Me coloco frente al espejo y con absoluto respeto voy abriendo surcos en mi cráneo y ahí están mis canas plateadas. Nacen con muchísima fuerza. A veces creo que vienen en forma de hilo y me las tira mi abuela paterna desde algún lugar que no sé exactamente cómo ubicar espacialmente.

Tengo la sensación de que la vejez es una etapa que me sobrevino como una enfermedad crónica. Y vuelvo sobre lo dicho: mi abuela me dejó esa fascinación por sostenerme durante mucho rato, escuchando a los que saben mucho o absorbiendo historias ajenas como si fueran oro en polvo.

Con esta «nueva realidad» las historias se deben buscar o invocar para poder ser escuchadas, para poder ser narradas. Así es como, abriéndome paso en medio del silencio, entendí que no siempre sobrevienen los susurros, los sueños raros y —esa rareza— no siempre es sinónimo del fin de los tiempos, sino más bien del comienzo de lo nuevo.

Los protagonistas de cualquier historia, los que llegan a mi mesa para que los construya en letras. Cada uno cuenta con una pasión desafiante que se incrusta con extraordinaria firmeza en las venas. Esa pasión aparece cuando la historia me busca y yo la acepto con los brazos abiertos.

Fue en Managua, sí, en medio de todo este episodio eterno que se ha venido gestando. En medio del llamado vehemente del gobierno a seguir levantando la frente y estornudando con libertad. Ellos, los protagonistas, vivían en una casa de madera. Los vecinos más cercanos llevaron la noticia hasta la Laguna de Apoyo. Las voces del pueblo decían que todos mueren de COVID-19. El resto de las enfermedades desaparecieron en el imaginario de la gente, en cambio el gobierno le incrustó neumonías a las demasiado obvias.

La noticia llegó a la casa de Teresa. Tocaron a su puerta con el puño, dos golpecitos y un solo mensaje: «Murió su hermana. Del virus». Eso le dijo el mensajero, el vocero del pueblo y no del gobierno. Entonces Teresa con las piernas flojas de espanto levantó la cabeza y se quedó mirando al cielo. Habrá pedazos de cielo diseñado para los que mueren por el virus, será así la nueva realidad en el cielo abierto.

Entonces días más tarde murió el esposo de la hermana de Teresa, también a causa del virus, dijo el pueblo. La mecedora siguió meciendo el día y la noche de los que no habían sido azotados con tanta fuerza. Teresa y su marido seguían tomando agua de arroz y seguían viendo el vuelo de los que vuelan, también se contagiaron, pero solo duraron dos días en cama. Después el alba los levantó, no se sabe si fue el virus o no.

Entonces Ernesto Sabato susurró en el lenguaje de los que se mecen, de los que usan las mecedoras para crecer y para guarecerse del tiempo. Y siguió musitando: «Así nos es dado ver a muchos viejos que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia adentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma en que la eternidad puede asumir su incesante tránsito».

La hija de Teresa habló desde Costa Rica con su madre: «Soñé que mi hermana y su marido me venían a buscar, seguro me toca», le dijo su mama. Pero al día siguiente le tocaron la puerta y le traían la herencia: un andarivel. Así le dicen en Nicaragua a la andadera. El andarivel de su hermana, quien, según las fuentes más cercanas, había muerto de vieja y no del virus.

El bastón, la otra herencia, está en camino. Pronto llegará recorriendo Managua por tierra hasta alzar vuelo en el puño firme del marido de Teresa.

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