Concierto de verano (III): Los Cafres


Leonel González De León_ Perfil Casi literalMás de dos horas explosivas pasan la cuenta al auditorio. La fatiga obliga a buscar asiento y una cerveza. Yo prefiero un trago. Me acerco al bar y pido un fernet para recuperar las fuerzas, pero no hay más coca para mezclarlo. Debo combinarlo con refresco de pomelo en un invento inédito e intragable. Me siento sobre una piedra donde apuro el trago mientras la gente fuma para bajar revoluciones después del derroche de energía de Los Pericos.

La mezcla de axilas, alcohol, tabaco y cáñamo enrarecen el aire durante la espera entre bandas que, mitad por la fatiga y mitad por el exceso de sustancias, resulta más pesada que la anterior. Mucha gente se marcha sin esperar el final del concierto.

Casi a las dos, de nuevo entre luces rojas y sin ser presentados, aparecen Los Cafres. Van calentando el escenario poco a poco. Enlazan los temas sin pausas. Suenan Aire, Corazoncito y Casi que me pierdo. Converso con dos chicas a mi lado y coincidimos en que el orden debió ser el opuesto: primero Los Cafres y luego Los Pericos para modular la energía y aumentar la conexión con el público. Vuelven a ganar ritmo con Imposible, Tus ojos y Si el amor se cae.

Guillermo Bonetto, líder de la banda desde su fundación, baila mientras dibuja simas y dunas entre saxos y trombones. Él también fue integrante de Los Pericos al comienzo hasta que se decantó por su propia banda con un registro mucho más intimista y fiel al reggae clásico. Esto puede hacerla menos comercial y gozar de menor difusión, pero le brinda mayor conexión con sus seguidores.

Son una banda de menor contundencia, pero muy vital, en un tono erótico y reflexivo ajeno a cualquier apuro. Hacen recordar que el reggae es una pausa del ritmo histérico de la música y de los medios actuales.

Sobre el final, Guillermo —igual que Juanchi más temprano— cumple una tradición muy porteña: elogios hacia el otro lado del río. Es un sentimiento compartido entre muchos porteños que cada jueves o viernes abandonan Buenos Aires para descansar el fin de semana en Uruguay.

Esta idea se ha reflejado desde siempre en las letras argentinas. Hace un par de años Pedro Mairal escribió La uruguaya, una oda a las mujeres y al modo de vida desenfadado del otro lado del Río de La Plata. Cortázar encarnó en una montevideana a La Maga, madre de Rocamadour, de los líos inverosímiles y de tantísimas quimeras en los años sesenta; y Borges, el escritor argentino más venerado dentro y fuera de su país, fue el mayor enamorado del vecino oriental; no solo de la capital, sino del interior: basta releer «Funes el memorioso», «El puñal» y «La otra muerte», donde las referencias al vecino van desde un pobre gurí —que se codea con Emir Rodríguez Monegal— hasta las batallas por la independencia y paseos por pueblos fantasmas en el interior del Uruguay.

Sobre las cuatro empiezo a sentir frío, además de los estragos propios de estirar la farra hasta esa hora sin estar habituado. Salgo caminando, tomo un taxi y le pido que me devuelva a casa.

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