Cuba, la prensa y la radio


Leonel González De León_ Perfil Casi literalSiempre, desde muy pequeño, he sido aficionado a escuchar radio. Uno de los primeros regalos que recuerdo haber recibido fue un reproductor de bolsillo que funcionaba con una sola pila; con él descubrí la existencia de FM y AM, la diferencia entre sonido mono y estéreo, y desarrollé cierta pericia con la aguja del dial. Ya entonces me quedaba dormido con los audífonos puestos, rompiendo el cable y echándolos a perder recién estrenados.

Mi afición me ha llevado a escuchar de todo: música de moda, serenatas rancheras y de tríos, conciertos de marimba, transmisiones deportivas, sesiones nocturnas de parapsicología y de curaciones milagrosas, pero sobre todo noticieros, dedicándome a estos últimos no solo en radio sino también por escrito. Desde que aprendí a leer, mi padre me compraba el diario todos los días y eso era mi mayor estímulo para apresurarme en hacer las tareas, cenar, cepillarme los dientes y esperar a que él volviera del trabajo para pedírselo y leerlo todo, incluyendo el horóscopo y las páginas amarillas. Esta costumbre está escrita en piedra y me ha perseguido hasta hoy. Así, cuando estoy fuera del país (incluso en sitios cuya lengua desconozco) una de mis primeras tareas es conseguir el periódico y solo después de leerlo, o apenas hojearlo —según mi tiempo y la dificultad del idioma—, siento que el día ha comenzado.

Mis años en Cuba enraizaron este hábito, al extremo de llegar una hora antes de la apertura del kiosco de venta para estar seguro de no quedarme sin diario, especialmente los domingos, pues ese era el día en que se publicaba la programación semanal de televisión y se vendía, además, el semanario Orbe con notas sobre temas internacionales. Entonces empecé a darme cuenta de que aquellos diarios no se parecían en nada a los de afuera: allá todo iba bien mientras el mundo parecía derrumbarse; además, siempre se mencionaban las efemérides nacionales de política, ciencia o arte. Algunos decían que era una maniobra para sesgar el pensamiento de los lectores (o radioescuchas, pues en la radio se da el mismo fenómeno), pero yo no le daba importancia. Igual, no había otra lectura posible.

Cuando volví a mi país seguí siendo aficionado a la radio y a la prensa, pero ya me chocaba el exceso de propaganda y la recurrencia de los temas: violencia, robos y corrupción estatal, al extremo de orillarme a dejar de lado uno de mis hábitos más profundos. Por eso, cuando los medios nacionales me saturan, suelo escuchar música instrumental para crear una realidad aparte.

No sé, entonces, con cuál periodismo quedarme, ¿con aquel que ensalza la memoria, la identidad nacional y destaca los logros del país —nimios o relevantes, eso es otra historia—, o con el que dedica la mitad de su tiempo y espacio a la propaganda, y en la otra mitad desarrolla capítulos cada vez más inauditos de la descomposición nacional en todos los ámbitos?

Quizá tiene su lado bueno acompañar el café de cada mañana con una avalancha de desencanto, y a lo mejor, con el tiempo y con mucho trabajo de respiración y relajación mental, desarrollamos la capacidad de rumiar la sordidez que asola esta época para lograr —según señala Juan Villoro al referirse a Thomas Bernhard— convertirlo en una fuente inagotable de combustible creativo.

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