José Watanabe: el gusto de no terminar un libro


Leonel González De León_ Perfil Casi literalLlevo un par de meses entrampado con Animal de invierno, la minúscula antología de poemas de José Watanabe (Trujillo, Perú, 1945), editada el año pasado en Buenos Aires por la editorial Bajo la luna. Digo minúscula porque, aunque pesa menos que un bolígrafo e incluye solo sesenta y seis poemas, su lectura es, como cualquier contacto con los textos de este autor, difícil de olvidar.

Alguien dijo alguna vez que la poesía, en una acepción moderna, es narrativa breve con los márgenes dispuestos en forma caprichosa, y quizá tenga razón. Como un fotógrafo que recorre el campo sabiendo disparar en el momento justo, Watanabe captura episodios fugaces de animales, plantas, rocas y otros elementos de la naturaleza para llevarlos a su laboratorio y brindarlos al lector después de agregarles textura y color.

En ese ejercicio aborda temas como el temor ante la paternidad inesperada, la breve distancia que transitan los amantes entre el fulgor y el hastío y la imagen recurrente del escritor incapaz de plasmar sus ideas de manera elocuente. También habla de la risa, del silencio y de los charcos.

El poema «El acertijo» indaga en las razones del que viaja sin horario y sin destino definido, casi a tientas y apenas guiado por una corazonada que debe llevarlo a su destino:

«El instinto del vago

que viaja intuyendo las pieles más amables de la tierra

arena, yerba polvo, una y otra piedra en medio del río

y sin extraviarse nunca».

Watanabe murió en 2007, en el mejor momento de su producción. Esto lo emparenta con Roberto Bolaño, y de hecho, en algunos poemas suyos se intuye el mismo vértigo contrarreloj que alimenta el último tramo de 2,666, la novela póstuma del chileno. En «El nieto» se aborda el proceso de enfermedad y la inminencia de la muerte:

«…la gente no muere de un órgano enfermo

sino de un órgano que inicia una secreta metamorfosis

hasta ser animal maduro y dispuesto

a abandonarnos».

El narrador de «Hombre adentrado en el bosque» parece estar huyendo de la muerte hasta que, acorralado, termina haciendo una súplica impregnada de resignación:

«Oh Señor, no es de la muerte que quiero huir sino de sus terribles modos».

En «La oruga», Watanabe juega de adivino:

«¿Sabes que mañana serás del aire?

¿Te han dicho que esas dos molestias aún invisibles serán tus alas?»

El librito me ha enganchado hasta postergar cada vez más el punto final. No es la primera vez que me sucede: llevo varios años con Moby Dick de Herman Melville y otros tantos con El joven audaz, de William Saroyan. Me pasa igual con la correspondencia de Wisława Szymborska, con las crónicas de Clarice Lispector y los diarios de Katherine Mansfield: todos a medias y sin intención de terminarlos. Esto también sucedió con El año de la muerte de Ricardo Reis de José Saramago, que estuvo postergado durante varios años hasta que, cuando lo leí, a falta de seis páginas lo retuve bajo mi almohada durante una semana.

Animal de invierno transita el mismo camino. A pesar de no alcanzar ni las ochenta páginas, es poesía de altos quilates. Me quedan por leer cuatro poemas y no pienso hacerlo en un buen tiempo para prolongar el sabor de boca.

[Foto de portada: Escuela Libre Puerto Humaní].

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