Mi May y El Jícaro


Carlos_ Perfil Casi literalA veces, casi siempre, siento extraña la ciudad.

No sé si en algún momento pueda sentir que en este lugar estoy en casa. Porque sé que en el fondo, mi verdadera casa siempre será la casa de El Jícaro, que fue también la casa de mis abuelos y de los papás de mis abuelos y fue la casa de mi May. Y en ella tuve la fortuna de crecer.

Si en algún momento de mi vida llegara a tener hijos, no me gustaría que se formaran en la ciudad. Tal vez sea una idea egocentrista esa de repetir la formación de uno en los hijos, y estoy seguro que a la hora de las horas, lo pensaría mucho y decidiría que no, que sería mejor que desde pequeños estudiaran en la ciudad. Pero me gustaría darles a los hijos que no sé si tendré, los doce años de infancia que pasé feliz en El Jícaro.

Hay dos calles en El Jícaro que recuerdo de niñez, dos calles y un barrio y otro barrio abajo de la estación. Lo demás es un Jícaro más lejano, pero sigue siendo El Jícaro. Un Jícaro hecho de paisaje: árboles secos, tunos, lagartijas. En invierno, como por arte de magia, los árboles que parecían ser solo una acumulación muerta de matorrales se tornan verdes, y el cuadro es distinto. Y los niños que estudiamos en El Jícaro sabemos que ese paisaje semimuerto la mayor parte del año no está muerto, sino que es nuestro bosque, y aprendemos que se llama “bosque xerofítico”.

Me gustaría que crecieran en El Jícaro, subiéndose a los palos y haciendo guerras con limones shucos y cortando jocotes. Escuchando la historia de sus padres y la historia de la familia de sus vecinos, porque todos las conocen. Aprendiendo ese idioma, ese dialecto del español y esa forma de ser que me hizo distinto, y que, ante la ciudad, parecía ingenuo cuando era auténtico; pero que también me hizo valorar a los amigos verdaderos.

A veces, cuando lo visito hoy, siento que El Jícaro nunca envejecerá, o que es un pueblo perpetuamente viejo, que ya no puede cambiar demasiado. Es como si estuviera suspendido en una dimensión sin tiempo. Las casas son las mismas, siempre iguales. Y si visito la casa de mis viejos amigos, o de mis familiares, sé que ahí estarán, acostados en la hamaca o bebiendo café. La gente que te saluda en la calle te reconoce, o juega a reconocerte, y te identifican como el hijo de Aidita, o el nieto de Toyita, dependiendo de la edad que tengan. Y quién sabe cuántas historias de otro tiempo recuerden con ese “sos nieto de la Toyita”, tantas como para ser amables con vos, invitarte a pasar, darte de comer.

Me gustaría que crecieran en El Jícaro para que conocieran a gente como mi May, como mi tío Pancho y mi tía Tita y mi tío Beto y mi abuelo Óscar; o como mi tía Vilma o mi tía Quila, o mi tía Yica y mi tía Tencha, a quienes recuerdo apenas, o mi tío Miguelito, a quien solo por las historias conocí. Tíos viejos que vivieron en El Jícaro igual que yo, mis antepasados. Me gustaría que conocieran gente así, personas maravillosas que en sus recuerdos tenían noticias de una realidad distinta en la que vivían el amor y el dolor de una forma diferente. Una realidad distinta de la que hoy vivo, pero más parecida a la realidad que por dentro llevo como el caracol lleva su casa.

Porque en el fondo, me gusta pensar que nunca he dejado de ser eso: un muchacho pueblerino, emigrante, que trata de sobrellevar dentro de sí dos realidades. Y tal vez por eso trabajo a cincuenta kilómetros de la capital, y mis amigos del trabajo también viven en un pueblo. Un pueblo distinto, más parecido a la ciudad, pero un pueblo al fin.

Tal vez también sea esa la causa de que, cuando no sé si hacer algo o no hacerlo, cuando no sé si está bien o mal, me ayudo imaginándome a mi May detrás de mí, sintiéndose orgullosa o reprochándome. Y de esa forma siento que la llevo viviendo siempre a la par mía, como jueza de mis actos, como una forma secreta de conciencia que se formó con una moral distinta de la que vivo hoy, en esta ciudad. Una moral que tenía en un lugar más alto ciertos valores, como el de la dignidad. Valores que hoy subsisten a merced de otros que al final, no valen tanto o en suma no deberían valer más, como el dinero.

Ayer ella cumplió cinco años de muerta, y murió lejos de El Jícaro. Seguramente eso la hizo sentir triste, pero me gusta pensar que nosotros alivianamos esa tristeza, tratando de vivir en El Jícaro dentro de la casa donde vivíamos con ella. También me gusta pensar que, cuando visito El Jícaro, cuando entro a mi vieja casa, que era su casa, y la casa de sus padres, la visito también a ella, y eso la hace feliz y me hace feliz a mí.

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2 Respuestas a "Mi May y El Jícaro"

  1. Las abuelas son la savia sabia y en la sangre llevamos lo que fueron y que buscamos perpetuar como raíz cotidiana: la dignidad y el amor al trabajo, de donde sale la honradez.. Del gusto de haberla conocido, me uno a tu voz y palabra.

  2. Almita dice:

    Que hermoso hijo, no se podia esperar menos! Sin palabras simplemente bravo, bravo y bravo…

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