Réquiem mínimo por Leopoldo María Panero


Carlos_ Perfil Casi literal

Hace poco tiempo, el pasado 5 de marzo, murió Leopoldo María Panero, el poeta. Murió el mismo día que murió Luis Villoro, el filósofo, como si de acuerdo se hubieran puesto españoles grandiosos para dejar en broma esta existencia. Y poco puede hacer uno con palabras para honrar la muerte de alguien para quien las palabras fueron aire, tierra y alimento; pero que también fueron el cilicio diario que mortificaba su locura. “Los libros caían sobre mi máscara” escribió para introducir los Poemas del manicomio de Mondragón y la máscara, cualquiera que sobre su rostro pretendiera obrar, fue rota desde ahí, o antes. Desde que descubrió y mató al impostor: “Así terminó el hombre que se fingía Leopoldo María Panero”, dijo cuando él llegó de visita. No recuerdo bien el camino que me llevó a seguir sus pasos, o al menos —y si de honestidad se trata— a leer sus libros. Recuerdo, sí, que fue para un cumpleaños que con el dinero de mis padres fui a una librería a comprar el compendio total de su poesía pero la insaciable lucidez de su imaginación seguiría escribiendo. Seguiría haciendo libros que habría que adjuntar después a su supuesta poesía completa. De hecho, si seguimos al pie de la letra sus escritos, aún su cadáver sería un último poema y su poesía trascendería esa limitada frontera del signo sobre el papel.

Poco conozco de su vida y me basta para saber que fue un marco suficiente para la creación de una de las obras poéticas más sólidas del español en las últimas décadas. Hijo de un poeta del franquismo y hermano de un suicida, desde los primeros poemas que aparecieron en la emblemática antología de Seix Barral coordinada por José María Castellet en 1970: Nueve novísimos poetas españoles (título que no admite que sean ni más ni menos de nueve) en la que junto con él publicaron Vicente Molina Foix, Francisco Ferrer-Lerín, Pere Gimferrer, Félix de Azúa, Ana María Moix (que también murió este año), entre otros. La antología, según De Azúa, fue rechazada tras una primera recepción crítica, y luego también tras una segunda. Fue rechazada por la derecha, por venir de una editorial de izquierda; y por la izquierda, por hablar de cine y marcas de cigarros y Marilyn Monroe. Y realmente valorada, como sucede en estos casos, hasta que su trascendencia la sobrepasó. Según lo que la gente ha dicho y estudiado, la antología es el punto de partida para la posmodernidad de la poesía española. De los publicados, algunos han muerto y pocos permanecieron escribiendo poesía (Ferrer-Lerín aún lo hace). Lo que es indudable bajo cualquier instancia es que de los nueve era Panero el poeta. El único que dejó que la poesía se apoderara de él y lo destruyera mientras él tratara de arrodillarse ante su cadáver (“caigo estático de rodillas, ante el cadáver de la poesía”). El heredero más digno de Rimbaud, de Lautréamont, de Baudelaire.

Maltrataba a quienes lo entrevistaban y a quienes lo atendían en las tiendas o en los restaurantes. Irreverente hasta la médula, interrumpía las entrevistas por televisión para “ir a mear, es que tengo incontinencia urinaria”. Ahora, para escribir esta breve aproximación al universo de su poesía, me sentí niño nuevamente, tocado por la mano de la tiniebla. Una oscuridad densa y perfecta construida con palabras. Leer a Panero, no importando la cantidad de veces que a él se regrese, es leerlo siempre por primera vez. El espasmo y la catástrofe aguardan imperturbables como un lobo que acecha tras la maleza a la presa; pero la propia destrucción no es algo que al lector preocupe. Parte de su gusto viene de ella y uno no sabe si quien habita las páginas es la desesperación, la maldad o el eco más honesto de uno mismo. El eco que busca en encontrar “en la siniestra humedad de un cubo de basura” el secreto abyecto de la vida. El eco que sabe de la teoría del miedo, del árbol hermoso que con esa materia puede construirse y que sabe, a fin de cuentas, que el hombre morirá.

Recuerdo una ocasión memorable en la que me preguntaron quién había sido el más grande de todos los poetas de España y pensé que en literatura no se puede hablar de absolutos y menos con esas categorías que incluyen términos como grande, o importante o ese tipo de cuestiones. Pero pensé en Quevedo que escribió en español, en un español refinado para el cual la poesía era necesaria, una parte intrínseca de su existencia y crecimiento como idioma. Y alguien más dijo Góngora, y la profesora dijo García Lorca y yo, en mi mente, me di cuenta que el español había llegado a su culmen solo a través de la luz de ciertos poetas enormes como Góngora o Quevedo o Sor Juana, pero que a partir de cierto momento la lengua ya no crecería tanto a través de su poesía sino a través de otras manifestaciones lingüísticas, pero la poesía era la evidencia de su respiración, como diría Piglia. Y nada sería de la poesía española actual sin dos nombres: Nicanor Parra y Leopoldo María Panero, de quienes el primero cumplirá este año el siglo entero sin morirse (nació en 1914) y el segundo nos ha dejado de forma aparentemente prematura. Aunque su vida no era posible medirla en años.

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