El sexo, las brujas y el miedo


Linda María Ordóñez_ Perfil Casi literalEl terror en la literatura siempre ha hablado de cosas que están ocurriendo en la sociedad. Mucho de lo que está detrás de estas obras es el miedo a no ser tan racionales, el miedo a que dentro de nosotros subsista una parte oscura. Estas historias vuelven al pasado y a los viejos fantasmas de las historias familiares. Vuelven a los muertos que regresan, a la religión, al diablo.

En el siglo XVIII, autores como E. T. A. Hoffman y el Marqués de Sade empezaron a estrenar el sexo en sus obras. Estas historias dejan al descubierto esa parte de nuestros miedos profundos que también tienen que ver con la sexualidad, con el miedo a nuestra parte irracional y con lo que el deseo puede causar en nosotros.

Siempre el miedo ha estado vinculado al sexo; de hecho, la idea de las brujas, que tenía la Santa Inquisición, era básicamente una encarnación del miedo a las mujeres y a la sexualidad femenina. Los tratados con los que se guiaba la Inquisición antes de la Ilustración exponían casos en los que se cuestionaba lo que pasaba cuando el diablo yacía con una mujer: si el diablo se acostaba con esa mujer, ¿qué pasaba con el hijo? ¿Ese hijo era del diablo o era de la mujer? Y entonces, ¿hay que reconocerlo o no hay que reconocerlo? Eran tratados que estaban hablando todo el tiempo de intercambios carnales.

La idea de bruja, en el fondo, hacía alusión a la mujer «rara» y desafiante del pueblo. Estaba basada en el concepto de que todos los pecados masculinos eran culpa de las mujeres. Según el Malleus Magnificarum (1486) —un exhaustivo libro que fue considerado un referente en los juicios contra las mujeres en Europa—, el hombre que violaba a una bruja no era un violador, sino que había caído presa de sus hechizos. De esta manera se desplazaba la culpa de los pecados hacia la mujer, sobre todo porque los que tomaban las decisiones eran hombres. Esto hacía que la vida del violador fuera más fácil y tuviera mayor libertad de seguir perpetrando sus crímenes.

Las obras de Hoffman y Sade llevaban el germen de lo que se fue desarrollando de manera literaria: el miedo a nuestra parte no racional que también incluye la muerte, lo espectral y el sexo, que también podría llamarse la parte animal capaz de descontrolar la parte lógica. Sin embargo, esto es como la prehistoria del terror moderno, del terror actual que nace en el siglo XIX en el mundo anglosajón, en particular en la Inglaterra victoriana, porque ha ocurrido en ese mundo otro cambio social muy importante: la revolución industrial.

La literatura y la ficción nos han atraído porque son laboratorios de nuestras emociones, de las cosas que sentimos en el mundo exterior. Y es que estas historias, al ser claramente ficticias, resultan tranquilizantes. Leemos una novela y sabemos que alguien se ha inventado esa historia, entonces podemos darnos el lujo de temblar porque sabemos que eso no es real y que lo podemos controlar y dominar. Las historias de terror son una defensa ante la realidad porque casi resulta una victoria contra el miedo pensar que lo podemos controlar.

Hemos vivido con la violencia durante muchos siglos. Hemos sido y somos sociedades muy violentas y el miedo sigue ahí. Es por esto que para muchas personas las historias de terror han sido reconfortantes, porque de alguna manera el miedo se puede controlar con apagar el televisor o cerrar un libro. Y es que en la vida real no se puede cerrar el libro: tenemos miedo y no es algo que nos podemos quitar de encima.

En América Latina, el terror ha sido una experiencia cotidiana: primero fueron las dictaduras, luego las guerrillas, luego el narcotráfico, la lucha de poderes políticos, religiosos y hasta los delincuentes comunes.

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