Los cuatro tipos de mujeres en la literatura universal… desde la visión masculina (II)


Corina Rueda Borrero_ Perfil Casi literalEl mes pasado, para la primera parte de este artículo, abordé las primeras dos categorías que Alexandra Kollontái hace de los tipos de mujeres en la literatura universal desde la perspectiva masculina. A continuación procedo a mencionar las dos restantes:

Las solteronas. Entre las categorías que señala Kollontái creo que esta es la más desoladora. A las «solteronas», desde mi forma de verlo, se les aprisiona con un triple peso del patriarcado y por consiguiente deben reunir al menos una de las aseveraciones que plantearé a continuación relacionadas a la tiranía de la belleza, a la dualidad entre el miedo y el anhelo del amor, y al cumplimiento del rol de cuido.

Desde el juzgamiento de la tiranía de la belleza se aduce que la mujer que no se ha casado es porque su familia no tiene suficiente dinero para asegurarle un compromiso o no es lo suficiente bella para hacer que un hombre la ame, reduciendo nuevamente la figura de la mujer a lo físico. En segunda instancia tenemos la esperanza constante de encontrar el amor y al mismo tiempo el temor de enfrentarse al propio corazón por miedo al rechazo o a la posterior decepción, lo que finalmente conlleva a la resignación que procede cuando su única misión en la vida se colapsa (recordemos que dentro del sistema machista a la mujer tradicionalmente se le ha encasillado y educado para que su mayor meta y aspiración en la vida sea enamorarse y entregarse por completo en nombre del amor). Y, finalmente, el tercer peso de las solteronas en la literatura recae en que el hecho de no casarse no la exime de los roles tradicionales del cuidado, los cuales de igual modo debe cumplir; es decir, debe hacerse cargo del bienestar de sus padres, sobrinos, hermanos y demás miembros de la familia bajo el arquetipo de que el amor maternal es innato en la mujer, por lo cual, aunque no haya parido, tiene el deber de entregar a otros ese amor incondicional.

Uno de los casos más significativos que encuentro dentro de esta categoría, dado que de cierta forma cumple con todas las características que menciono arriba, es el de Amaranta Buendía en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Amaranta fue concebida en la mente de Gabo como la solterona que desde sus inicios se convierte en la tía buena y cariñosa que se encarga de los nuevos miembros de la familia, pero su rol como tal se concretiza cuando Pietro Crespi prefiere a su hermanastra Rebeca sobre ella, hecho que de por sí encaja perfectamente en el papel de la amante sufrida y rechazada, no necesariamente por fea pero sí menospreciada a causa de otra mujer. Este rechazo hace que Amaranta se obsesione e idealice la figura de Pietro a un nivel en el que es capaz de cualquier cosa para evitar el casamiento. Sin embargo, cuando Rebeca deja a Pietro para huir con José Arcadio, es Amaranta la que sirve de paño de lágrimas a Pietro, cumpliendo de esta forma con un rol maternal de cuidado sentimental. Pietro termina suicidándose tras esto (más secuelas del machismo que no les permite a los hombres enfrentarse con dignidad a los desaires amorosos) y Amaranta guarda luto en su mano durante el resto de su vida, a mi parecer, más como una muestra de culpabilidad fraternal que de por algún motivo amoroso.

Cabe mencionar que a lo largo de su vida Amaranta tiene otros pretendientes: Aureliano José, con quien adicionalmente había ejercido rol de cuidados desde que era un bebé y quien posteriormente muere en combate; y Gerineldo Márquez, amigo de su hermano Aureliano, a quien rechaza. Finalmente, y como es de conocimiento de todos los que han leído la novela, Amaranta muere soltera y virgen después de haber tejido su propia mortaja.

Amaranta desea tanto el amor que no se permite que ese amor no sea perfecto, pero al mismo tiempo, por su condición «innata» de la tía cariñosa, sobreprotectora y entregada, es incapaz de concretar amores con quienes haya establecido un lazo de protección filial; es decir, para ella el amor familiar supera el amor romántico y este amor familiar es el que para ella empaña la perfección que busca ―y no encuentra― en el amor de pareja.

Las «sacerdotisas del amor» o prostitutas. Son llamadas de esta forma ya sea porque son trabajadoras sexuales a causa de necesidades económicas o porque son de naturaleza viciosa.

En el primer caso tenemos a Fantine de la aclamada obre de Víctor Hugo, Los Miserables, y que llega a la prostitución como una forma de cuidar a su única hija, Cosette, producto de un embarazo con un estudiante rico que abandona a ambas. Fantine es el arquetipo de la madre abnegada que es capaz de renunciar a todo por el bienestar de su criatura. Así vemos cómo ella no solo renuncia a su voluntad al verse obligada a ejercer el trabajo sexual para conseguir dinero suficiente para atender las necesidades de Cosette, sino que también renuncia a su belleza y su salud al afeitarse todo el cabello y arrancarse los dientes para venderlos.

El rol de prostituta que refleja Fantine es el clásico de la literatura del siglo XIX, en la que se se suele ser la «prostituta salvada y santa», cuyos sacrificios y sufrimientos son llevados a cabo en el nombre de la maternidad. Como ya hemos visto anteriormente, no hay nada que enaltezca más a una mujer que el amor incondicional e innato que posee como madre potencial, por lo que, de acuerdo con los estándares y valores morales de nuestra sociedad, quien ejerce la prostitución (y quien de por sí es condenada por la doble moral imperante) se exime de cualquier culpa cuando la ejerce en nombre del «amor maternal».

Por el otro lado tenemos a la «sacerdotisa del amor», o la complaciente que busca llenar las fantasías sexuales de los hombres reduciendo el papel de la mujer a su mera satisfacción y a la objetificación. Tal es el caso de Dolores, mejor conocida como la Lolita de la novela de Vladimir Nabokov. Esta novela es el claro reflejo de la pedofilia aceptada en nuestra sociedad y la justificante perfecta a los vicios de los hombres sobre el cuerpo de las mujeres. En ella vemos cómo un hombre adulto jura (sostengo firmemente que son alucinaciones de John Ray los supuestos coqueteos que Dolores le hacía) que una niña de 12 años le da consentimiento pleno y no forzado de mantener relaciones sexuales con él.

Al final, lo que tenemos con esta historia es un reflejo claro de lo que los hombres quieren de las mujeres en lo que a la intimidad sexual se refiere: sumisión y emancipación de culpas al cometer un acto tan atroz como la pedofilia. Nabokov se encarga, con sutileza y habilidad, de construir y mostrar al mundo el falso estereotipo de la niñita que parece inocente pero en realidad no lo es, dado que es una experimentada sexual insaciable que está buscando todo lo que le pasa en la novela.

Ya en la última parte del libro vemos cómo el autor de esta novela busca eximir de cualquier culpa al «pobre» John Ray, quien, a pesar de que Dolores no desea regresar con él para continuar con su relación enfermiza, de todas formas le da dinero para que pueda saldar sus deudas.

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En fin, lector; he llegado al final por esta vez, no sin antes aclarar que este tema es interminable.

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