Dick y Rick Hoyt


javier-gonzalez-blandino_-perfil-casi-literalLa  historia es harta conocida. Hernán Cortés desembarca en la península de Yucatán y en un par de años toma control de Mesoamérica. Su único obstáculo serio fue el patriarca azteca Moctezuma, quien había sido derrotado por sí mismo (el odio de su propio pueblo y las funestas profecías del retorno de Quetzalcóatl, dios barbado que el monarca alucinó que encarnaba en el conquistador español). Como sea, a su llegada a la península Cortés recibe, de parte de uno de los caciques de Tabasco, su más preciada ofrenda: la indígena Malinche. Cortés hace de ella su intérprete, pero sobre todo, su amante y confidente. Con ella se inaugurará, entonces, la poderosa veta de otra cultura: la nuestra. El primogénito de Malinche y Cortés no es más que el prototipo exitoso del mestizaje mesoamericano. Malinche —estoy invocando a Carlos Fuentes y a su Espejo enterrado— es mi lengua (dos idiomas se ciñen: el náhuatl y el castellano), pero con ella se abre otro conflicto igualmente contemporáneo: la orfandad de nuestra cultura.  El hijo de Malinche era un bastardo y, al igual que el Inca Garcilaso de la Vega, repudiado por ambas culturas: la aborigen de la madre (acusada de traición) y la invasora del padre español.

Al tiempo, Cortés abandona a su concubina azteca y vuelve a Sevilla, con su familia legítima —a esto quería llegar— y, entonces, de tajo nuestra estirpe crecerá bajo la búsqueda del padre ausente. Este es el epicentro de una orfandad de distintos contornos en nuestra cultura —ahora no solo recurro a Fuentes, sino también a Monsiváis, De León Portilla, Garibay—. No creo que este sea el mejor escenario para empezar con una lluvia de ejemplos. Me quedo con uno solo: la mejor novela americana escrita en español inicia con un: «Yo vine a Comala a buscar a mi padre, un tal Pedro Páramo». Desafortunadamente, esta búsqueda del padre, lejos de ser un exclusivo mito literario, es, ante todo, una fantasmagoría cotidiana en nuestras sociedades.

Bueno, he tenido que dar este salto en el tiempo hasta el período de la conquista de América para luego compartirles otra historia que me interesa todavía más: la del Equipo Hoyt, es decir, Dick y Rick Hoyt. Una más contemporánea, conmovedora y antagónica que la anterior. La supe hace algunos años y me sacudió. Me fui de bruces.

En fin, Rick sufrió asfixia de cordón umbilical y nació con una parálisis casi total. Los doctores habían asegurado a sus padres que, además, esta parálisis no era únicamente motora —brazos, piernas, cuerpo en general— sino que su cerebro también se había visto afectado, y por lo tanto, el niño vegetaría sin remedio a la deriva de sí mismo por el resto de su vida. Sin embargo, pese a la pérdida natural del habla, Rick demostró al poco tiempo que su cerebro estaba en perfectas condiciones, de forma que entendía todo, podía interactuar con su entorno y comunicarse a través de un aparato especial que trasmitía los movimientos de su boca. Sí, como Stephen Hawking.

En la otra orilla, Dick —el padre del joven— empezó a frustrarse porque él mismo había llevado una vida como un deportista de élite, campeón del Decatlón y de una las pruebas deportivas más difíciles de Estados Unidos: el triatlón Ironman, de manera que uno de sus grandes sueños, el convertir a su nuevo hijo en un campeón del deporte, se echaba a perder en definitiva. Rick, con un cuerpo torcido, ¿cómo podría convertirse en el atleta que ansiaba su padre?

Pero la vida le tenía preparada otra gran lección a Dick: con los años, luego de un sinnúmero de vacilaciones y de reflexionar largamente los hechos, entendió que quien estaba parapléjico era él mismo y no su hijo. Entonces fue cuando se disculpó con Rick por no haber comprendido que la gran carrera en la vida de ambos aún no iniciaba por su propia culpa y no la de su hijo. Dick confesaría: «Ayer dejé de ser yo y empecé a ser el padre de mi hijo», y dieron inicio con los preparativos para sus primeras competencias.

Para estas actividades deportivas, el padre lo lleva consigo al frente de su bicicleta en una silla acoplada, lo conduce en un bote durante las competiciones acuáticas y lo empuja en una silla de ruedas especial durante la carrera. «Primeramente, yo quería que mi hijo sintiera que yo iba a estar junto a él cada minuto de su vida, sin importar lo que pasara o lo que él fuera», comentaría Dick, emocionado. Desde ese día el Equipo Hoyt, como se les conoce, ha participado en más de un millar de eventos deportivos que  incluyen seis competiciones Ironman, 64 maratones nacionales y 24 maratones de Boston, y aún continúan en sus andanzas y retos deportivos con todo y que Dick ha estado a punto de morir más de una vez a causa de un infarto, pero ambos han dicho que no se darán por vencidos y seguirán juntos en las competencias. En este enlace en Youtube podemos darnos una idea del nivel de exigencia e ingenio durante algunos eventos. Cuando una vez se le preguntó a Rick qué cosa desearía darle a su padre, él respondió sin titubear: «La cosa que yo más quiero es que mi padre se siente en la silla y que yo pueda empujarlo».

En otra ocasión los periodistas le preguntaron a Dick si no le importaba llegar de último en muchos de los eventos deportivos, si no le importaba ganar o perder. Dick respondió: «¿Ganar? He pasado los mejores momentos de mi vida al lado de mi hijo, viéndolo sonreír. No entiendo su pregunta». También se le preguntó por qué hacía esto, y su respuesta fue sencilla: «porque no creo que pueda a llegar a amar alguien tanto como a mi hijo».

Con la historia del Equipo Hoyt no hago otra cosa que anteponer esta versión del amor paterno frente aquella herencia de orfandad que nos dejara Cortés. Aunque hable en primera persona. No hago otra cosa que abandonar aquel espejo enterrado —la inversión o reversión de aquella extraviada búsqueda— y elegir otro final.

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1 Respuesta a "Dick y Rick Hoyt"

  1. Estupenda historia y muy bien presentada asociando la idea de la búsqueda constante del padre. Saludos!

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