Luces de Santa Fe (VI)


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“Santa Fe is cooler”, dice Ken cuando le preguntan si el clima es igual al de Albuquerque. Estamos listos para abordar el bus: alumnos, profesores, personal administrativo y amigos. Asistiremos a la Ópera de Santa Fe, considerada una de las mejores del mundo. El trayecto rápido por la cercanía y las condiciones de la carretera se diluyen en conversaciones y esbozos de rostros ansiosos por La Traviata: la historia de una muchacha extraviada, Violetta, cuya alma encarna pasión, alegría y entrega al amor, sin importar la dirección a que tales peligros (desmedidos) puedan conducirla. Es la versión musicalizada de Giuseppe Verdi de la Margarita Gautier de Dumas. Y la de Rubén Darío con otra de sus tantas musas: “Tus labios escarlatas de púrpura maldita/ sorbían el champaña del fino baccarat”. Es el ojo de Laurent Pelly. Y es tan fino el espacio, que no podríamos costear las entradas a la premier, pero sí a uno de sus ensayos previos, dirigidos especialmente a la comunidad estudiantil.

Bajamos; nos ubicamos en un área de recreación para pic-nic. Convivimos, conocemos gente nueva e intercambiamos palabras, comida, gestos de amabilidad frente al desierto frío, su arena y sus arbustos y un grado de luz casi prístino.

Deflectores blancos que parecen veleros rectangulares forman una vereda al entrar al anfiteatro. El diseño arquitectónico del grupo James Stewart Polshek se considera una joya de New Mexico. Esta casa del arte ha obtenido premios y distinciones no solo por su compañía, también por su arquitectura. Estoy al aire libre y en medio de 2,300 asientos vacíos; cruzando el edificio, sintiéndome diminuta frente al soberbio mezanine, y a mi izquierda el escenario principal, y detrás del mismo, la fina línea del horizonte donde el sol desfilará su descenso y la luna su brillo, mientras los protagonistas darán vida a personajes románticos que terminarán por caer a tierra cuando la presencia de la muerte arrebate el último respiro de Violetta.

La terraza nombrada en homenaje a Igor Stravinsky exhibe su busto y una placa de reconocimiento, por su contribución al desarrollo del lugar, que ha sufrido transformaciones y remodelaciones desde 1957. Familias, niños, adolescentes y adultos pululan como pulgas esparcidas con sus cámaras y teléfonos. Me siento junto a Tadashi, un estudiante japonés y juego con la pantalla que se me ofrece para leer la obra en los idiomas que guste. Selecciono inglés y español. Leo los labios de los actores y actrices y siento suavemente el acento angloparlante cantando en italiano.

La coreografía, el vestuario, la música, la decoración cubista. La entrada de un puño de hombres en traje negro y sombreros de copa. Los vestidos vaporosos y apastelados de las actrices, excepto por el de Violeta, que en la apertura es rojo estridente y opaca a la compañía. La conducción de Leo Hussain pellizca mi corazón. La pregunta clásica e inevitable asoma sus puntas en mi cabeza: ¿Es este arte solo para élites? ¿Por qué?

En el Intermedio el cielo se ha tornado azul-celeste. Tomo fresco en los balcones cuando Tadashi me toma una foto de recuerdo. Pienso en la cantidad de artistas que trabajan con la luz, que seducidos por el particular tono que la combinación de un desierto y su viento ofrecen, deciden regresar a robar una chispa de la belleza reservada para estas tierras: fotógrafos, pintores… la O’Keeffe registrando punto por punto el choque, las variaciones cromáticas de pequeñas partículas luminiscentes.

Las voces de Brenda Rae y Michael Fabiano han tomado la apariencia de los enredados techos del anfiteatro. La soprano y el tenor, agudos y punzantes, reviven el amor y la muerte cuando se toman de las manos. El lleno fue total confirman los aplausos y las reverencias hacia los artistas. Regreso a la terraza para una última foto. Ya es de noche. Verdi es bueno. Pero me reconozco y encuentro en la complicidad existente entre Stravinsky y el caos. Escucho el fagot.

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