Rosicler de New Mexico (II)


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Observo desde uno de los extremos del puente, sobre una piedra, viendo a Camilo y Ken cruzar. Sin sospechar que en el futuro seré eso: un puente.

Imagino caer porque estoy hecha de muerte. Intuyo un olvidado sentimiento de infancia. Todo el tiempo mi nueva lengua estuvo aquí. De pequeña sentía la sombra de su presencia hiriéndome. En Gorge Brigde aspiraba la brisa gris de Río Grande mientras revisaba las grietas de mi cuerpo y un extraño flujo me corría por dentro, un campo magnético, una sensación de amor sin amor y la cantidad de aire, el espacio, el río en el centro de la tierra como semilla nuclear atrayéndome. Mis magnetos deseando saltar y besar a la muerte y una mitad mía respiraba la caminata fresca, quizá tocar unos labios, mil veces abrirlos, tocarlos.

Como un piloto en cabina ajusto agujas y mido la temperatura. Cielo despejado y así de acero me elevo y regreso a Albuquerque. La ciudad calla. “There is something about the light in here… artists always come back”, dijo una vez Carolyn. En el aire se escucha la voz de las pequeñas partículas de luz. Hay un secreto en los soles rojizos de este desierto, siempre los mismos, siempre distintos; tintineando como un disco que gira sobre su eje. A las 8:15 PM empezaba el descenso final. La ciudad se embriagaba de un bálsamo que nos hacía olvidar el tiempo.

—Usted no tiene idea de cómo ha sido mi vida después de la muerte de mi padre. Por eso odio fumar.

—¿Fue cáncer?

—No, fue enfisema, algo así, pero es algo que no me gusta y lo desprecio. Estos últimos años han sido una rueda que no para de girar. He pasado dos años en Buenos Aires, dos en Curitiba, dos en Bogotá, cuatro en Puerto Rico, y ahora me ves aquí, bebiendo con vos.

Mi amigo tiene el pelo negro y largo. Trigueño, chaqueta de cuero negro, jeans, tennis. Le gusta caminar sin prisa. Estudia y siente pasión por la biología. Un día hacía fila para comprar una ensalada en Satellite Coffee. Él se acercó y me saludó. Me acompañó y se sentó conmigo.

—¿Ves aquella gente, no voltees ahora, aquella gente detrás de vos?

—Sí.

—Son religiosos… estoy con ellos por dos razones: la primera porque quiero practicar mi inglés; la segunda porque están dando el almuerzo gratis.

Soltamos una carcajada.

—Estás loco. Me deberías invitar un día— le dije.

—Este domingo— me dijo mientras se levantaba y se alejaba para integrarse al grupo de meditación cristiana en la cafetería de la universidad.

Uno va y viene por estas calles, a pie o en el desfile de buses en la parada del Frontier cuando la última ráfaga de un frío primaveral te pincha la punta de la nariz y las yemas de los dedos. Albuquerque florece en edificios y cottonwods. Si tuviera que elegir un color para cerrar los ojos sería el rojo-anaranjado del desierto. Hasta nosotros nos volvemos rojos y cálidos en ese momento.

En lo alto de un edificio escondido escribo y veo a la ciudad anochecer. Latinoamérica se escucha grande cuando solo has vivido en Nicaragua, cuando no te has desdoblado, cuando no te has mezclado con otras tierras y sus gentes; cuando otros acentos y su geografía no te han invadido; Latinoamérica desde aquí se ve tierna, como una luna en cuarto creciente.

Esa noche no dormí y esperé el rosicler. Presencié cómo atravesaba Sandia Mountains, y mi dedo índice delineándolas.

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