Window Panes (III)


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Las ventanas turquesa sobresalen sobre la pintura crema de la Casa Internacional. En realidad es particular, pero le llamamos así porque cada cierto tiempo gente nueva entra y sale. Cuando llegué vivían tres mexicanos: Gaby, Leo y Karoll; una africana, Maggy; un hindú, Hari; Camilo de Colombia y Claudio de Brasil. En el backyard había un cuarto aislado del resto donde vivía una española, que nunca conocimos. Camilo fue el primero en irse. Le siguieron Claudio y Hari. Liza, de Paraguay, Tania de Brasil y un boliviano fueron los últimos en llegar mientras estuve. La casa se movía como un barco a merced de las estaciones de distintos hombres y mujeres que aparcaban y se marchaban, dejándome una huella, perdurable de unos; fugaz, de otros; seres humanos, personas, máscaras en las que te ves reflejada, o que te ciegan y tal vez nunca volverás a ver en tu vida. Fuimos una familia de extraños.

Las anaranjadas paredes de nuestra pequeña sala nos incendian el calendario que avanza sin consciencia.

Ellos viven arriba, excepto yo que ocupo el sótano, y según me contaron, antes, lo ocupaba un tico. Centroamérica undergrounded, lo pensé infinidad de veces.

Nuestro landlord se llama Fernando y es cubano. Era más bien nuestro abuelo. Llegaba diario a supervisar que no nos faltara nada. Gaby estudia música y a veces toca la batería o la guitarra; por las tardes, desde mi espacio la escuchaba ensayar.

En los almuerzos la mayoría nos vemos las caras. Cada uno prepara su comida en la amplia cocina blanca. Teníamos 3 refrigeradoras y un gabinete por cabeza para almacenar abarrotes. Una vez Karoll y Leo cocinaron enchiladas mexicanas; son coloridas y distintas a las nicaragüenses. Aprendí la diferencia entre spicy, hot and mild.

Camilo cocinó una arepa colombiana para mí; Maggy me dio a probar de su arroz africano; Liza su pasta marinara y Hari su sazón hindú, al curry. Hari es elegante en cada uno de sus gestos. Por mi parte, cociné una sopa de pescado estilo nicaragüense. Posterior al debut de mi cuchara, hubo ocasiones en que Liza y Hari me pedían que les cocinara.

—   Te vamos a comprar los ingredientes que nos pidas pero tú nos cocinas un platillo nicaragüense.

Cociné varias veces para ellos y le enseñé a Hari cómo hacer pasta vegetariana. Nos sentábamos juntos a la mesa y degustábamos; compartíamos nuestra cultura; quizá algo más: la mezclábamos en inglés.

Mis días libres fueron de Maggy y a veces de Liza, cuando ella podía, porque trabajaba sin parar en la investigación de una vacuna contra el dengue.

Maggy es una negra de Namibia, espigada, hermosa. Si quisiera, podría ser modelo.

En las calles de Albuquerque la quedaban viendo, yo parecía su llavero; le encantaba que le tomara fotos. Le encantaba posar, hacer muecas, reírse. Esa naturalidad con que se acomodaba en un buen escenario y me decía:

—   Take me a picture here!

Y le sonreía a la cámara sin miedo; juguetona y segura de su belleza. Con Maggy abordé varias veces el tren, que en New Mexico llaman Rail Runner (o corre-caminos, en español) para visitar Santa Fe, la capital de la tierra del encanto; el mote turístico de las postales que suelen retratar a este desierto.

Santa Fe es de arena. Con sus casas estilo pueblo, cubos terrosos, adobe y troncos de manera, algunos antiquísimos. Una ciudad carísima vibrante de pintores, artesanos, escritores, artistas. Con suerte puedes ver de lejos a Julia Roberts o Nicolas Cage vacacionando.

En una tarde mesurada fácilmente se van cien dólares por cabeza; y para Santa Fe eso es poco.

Nuestra primera parada fue el museo Georgia O’Keeffe; pequeño en relación a otros, pero completo en mostrar el sobresaliente rostro femenino del arte en New Mexico. La fertilidad creativa de Georgia se revela en sus lienzos. Me prendé de sus flores, en las que veía moverse a un clítoris agresivo y gigante; un tributo honesto al ser mujer; una entrega, una pasión, un amor por nuestro sexo, que ella se encargó de liberar con sus pinceles. Recordé lo que Vila-Matas escribía de ella en su Historia abreviada de la literatura portátil; y luego me encontraba frente a sus cuadros, sus originales, contagiándome de textura y trazos impredecibles.

Me hipnotizaba caminar por las galerías y las alfombras artesanales; evocaba Taos al ver la plaza principal y el gentío y los artesanos. Me adapté a los santafesinos y compré unas botas vintage, comí un sorbete, tomé fotos a los graffitis ilegales y abordé el tren de regreso a Albuquerque.

La tranquilidad de los álamos de Sigma Chi Road aún con las fiestas de las hermandades universitarias, me refresca.

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