Huele a muerte


Entrada la noche en el pueblo, el toque de queda que ha llegado hasta lo más recóndito de la tierra encierra a todos: fríos, tibios, muertos, vivos; todos detrás de adobes, tablas, láminas. La pandemia hizo su entrada triunfal. En este ínfimo callejón del universo donde el distanciamiento social —traducido en abandono— era una realidad antes del virus, se escucha un susurro de voces femeninas.

—¡La’ gran… qué muerte hace! Envolvete con el rebozo, mija, porque te podés poner mala como yo.

—Sí, abuela, ya cambió el tiempo y la muerte se siente hasta los huesos. Amanece brumoso, señal de que habrá calor, pero rapidito se siente el chiflón.

— Viste, mija, en mi tiempo no era así. Por estos meses todavía oscurecía tarde, pero ya pusimos todo patas arriba. Cuando debe haber muerte hay calor o llueve, y cuando debe haber calor hay muerte.

—Sí, abuela, pero yo prefiero la muerte al calor. Cuando hay muerte nos podemos cubrir, pero cuando hay calor, ni que pudiéramos andar desnudas.

—Mirá a la gata, siente las estaciones. Cuando huele a muerte, como ahora, se acurruca cerca del fuego para espantarla.

—La pobre, con tanto pelo, también prefiere la muerte al calor. Mire que tenemos pelos de gata hasta en la garganta. Por eso usté tose tanto. Hay que regalarla.

—¡Uy no! ¿Quién me calentará los pies cuando venga la muerte? No, no, prefiero ahogarme en pelos que estar a mercé de ese escalofrío que me sube desde los dedos de los pies.

—Y usté tiene que cuidarse, abuela, con esa enfermedad tan jodida que anda rondando. Si los que vinieron ven que le agarró la tosedera, la tembladera, la calentura, se la llevan. Ahí refundida en el salón municipal donde pusieron tantos catres, dizque ahora es hospital, no me dejarán llevarle a la gata para que se le enrolle en los pies cuando huela a muerte.

— No importa, mija, yo ya viví muchas muertes, ya sería hora. De algo me tengo que enfriar. Lo que me aflige es dejarte solita.

—¡No piense en eso! A ver, le hago el agua de eucalipto para que deje de toser y pueda respirar.

—Si algo me pasa, agarrá a la gata y te vas a buscar a tu nana a la capital.

— ¿Qué voy a andar haciendo ahí? ¡Si ni conozco!

—No te vayás a quedar aquí en el rancho, mija. Esos hombres tan feos te roban si ven que no hay quién por vos.

—No abuela, no piense cosas. Venga, la abrazo que ese soco no se le quita y ha de ser porque ya se siente más la muerte.

Mi amiga, médico, me contó que la abuela no pasó la noche, pero que la nieta aseguraba que estaba viva para que no se la llevaran.

[Foto de portada: Michelle Maria]

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