Calladita, chistosita


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgEmpecé a escribir monólogos de comedia hace más de un año. Nada es más difícil que hacer reír a alguien porque cualquier idea suena menos adecuada, más pretensiosa e inimaginablemente ofensiva en cuanto alguien se coloca frente a la audiencia, y sobre todo cuando ésta ya se encuentra moderadamente etilizada. He sufrido por los minutos de bits que han logrado arrancar esas malditas y sonorísimas carcajadas.

¿Por qué no dan risa las mujeres? Bueno, prácticamente todos los insultos hispanos son una vulgaridad femenina: hijos de esta, la grandísima aquella, tu bendita madre… Nada se diga de las diferentes connotaciones para la “prostituta”, la zorra, la perra, la gata, la víbora y cualquier otro animal aparentemente fabulario. No creo que se trate de una cuestión de respeto. Este mundo tiene ya tantas Kardashians en las vitrinas, que nadie cuestiona el valor mercantil del cuerpo femenino como material.

Una amiga ―a quien con todo mi amor describiré como una adorable versión femino-latina de Chris Farley― asegura que una mujer atractiva no es graciosa: es intimidante para el pobre diablo que la observa desde su mesa a la par de la novia. La risa tiene propiedades afrodisíacas después de todo, pero son las mujeres quienes estereotípicamente buscan al tipo que las haga reír.

Recientemente volví a encontrarme con El nombre de la rosa y el célebre segmento en que William de Baskerville y Jorge de Burgos discuten acaloradamente el concepto la risa y su efecto en el ser humano. Aristóteles, recuerdan los personajes, describió la comedia como un bajo arte que desfigura el rostro y el espíritu. La Poética detalla con mayor profundidad cómo viciosos personajes están dispuestos para recibir la culpa mientras que la tragedia alaba la pérdida, la resignación y la desolación que rodean al héroe. Ahora bien, con mucho afán se ha dicho que la comedia es la mismísima tragedia, más tiempo. ¿Alguna vez fueron acaso graciosos los hechos felices? He llegado a concluir que el tiempo acerca el momento de verdad en que admitimos la debilidad, pobreza y culpa del héroe antañón: “Edipo, chingá a tu madre”.

Entonces resulta que la comedia es una cuestión de verdad y las mujeres no pueden vocalizarla hasta que pierden la capacidad de ser atractivas. La seducción, al fin y al cabo, no es cuestión de verdades sino de poéticas. Las mujeres se mudan de una imagen bella ―¿un ideal?― para volverse tan humanas como la celulitis, el sobrepeso, las raíces canosas y las várices. ¿Es entonces que nos convertimos en seres realistas, capaces de proferir la carcajada de Medusa?

Es curioso que la lógica siga esa idea, considerando que el género cinematográfico de mayor comercialización para mujeres es la comedia romántica. Hablo del género más criticado, poblado por las princesas rubias de los noventas y sus soñadísimas coestrellas masculinas. Invariablemente, estas películas giran en torno a una de dos tramas: una mujer frígida que debe aprender a dejar sus responsabilidades para hallar el amor, o una contraparte aniñada que desbarata la vida del protagonista con sus travesuras y ocurrencias. Frescas de cualquier portada de Cosmopolitan, estas actrices difícilmente parecen las mujeres reales de la comedia. Sus personajes tienen trabajos glamurosos editando revistas de moda o planificando bodas. Tienen defectos ―¿son defectos reales?― Si no son torpes y olvidadizas, son neuróticas y adictas al trabajo. La comedia está necesariamente en la interacción con el hombre que descubre un lado pasional en la fría dama corporativa, o que atropelladamente gana el corazón la lástima de la maníaca chiquilla de ensueño (manic pixie girl).

De nuevo es una cuestión de costumbre. Aprendemos a reírnos de los chismes y las desgracias, pero no a proferir esa pequeña dosis de verdad aderezada con ironía y cinismo. No. Las mujeres aprendemos a escuchar con atención y regalar una sonrisa para el ego del conecte. Podrá ser a fuerza de bastantes vulgaridades y silencios incómodos, pero tengo la loca idea de hacer algo distinto. Es lo que pienso cada vez que cierro mi libreta de bits y tomo el micrófono en ese bar.

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