El escritor como narcisista


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgExisten decenas de maneras de convertirse en escritor. Ese es uno de los pocos oficios que definen (casi) completamente la identidad de una persona. Habrá quienes digan que lo hacen por crecimiento personal, por divertimento, por expresión de emociones inmaduras complicadas o porque realmente se creen en capacidad de replicar una saga con potencial de franquicia cinematográfica, o acaso, el manifiesto intelecto-espiritual de este siglo.

Existen decenas de excusas para atribuirse la autoridad de crear con el lenguaje; por eso, la pregunta más dolorosa que puedes hacerle a cualquier autor no es por qué escribe, sino para qué.

Un texto tiene audiencia, tarea y propósito: alguien que lo lee, algo que escucha en él y un objetivo (importante o no) para esa lectura. Cuando escribimos, lo hacemos con la noción de influir o de exponer una reflexión acaso única. El legítimo reto de escribir consiste en transformar todo lo que ha sido dicho, y por eso entiendo que pueda ser deprimente. Es casi seguro que moriremos sin una verdad nueva, sin una idea revolucionaria y sin la voz de una nueva generación, y en cierta forma, debemos hacer nuestras paces con eso. Dependemos de lo que un lector desconoce para formar nuestra destreza, puliendo conceptos viejos y adornándolos con metáforas. Todos, a la larga, somos artistas de covers y parodias, algunas peores que otras, pero artistas al final de cuentas.

Escribir otorga una curiosa sensación de poder y perdurabilidad; creer en algo que contiene un fragmento de tu mente o emociones y que trascenderá cuando te ocupes de cualquier otro asunto. Es una preocupación tan rupestre el hecho de permanecer, pero en este glorioso tiempo del scroll, el Buzzfeed y las singularidades meméticas, los escritores hemos sido rebautizados como «generadores de contenido». Lo que me fascina de este eufemismo es la manera en que banaliza y sistematiza algo que emocionalmente nos ha dado un sentido de identidad. Al final del día somos solo una opción de lo que el lector usuario necesita para entretenerse o para informarse (que a fin de cuentas es lo mismo). La era digital, tan obsesionada con los usos, métricas y accesos, ha propuesto a muchos escritores esa difícil pregunta: ¿para qué lo haces?

Supongo que por eso hay escritores que se desviven por masturbar las ideologías de sus seguidores y tarde o temprano terminan dándose la fama de panfleteros cuyos textos se leen más bien como un remix de ideas e imágenes repetidas hasta el hartazgo. La verdad es que dudo que pueda atribuirse espontaneidad, ingenio o calidad a un autor que finalmente lo único que hace es complacer a quienes le corean su mismo cover y se ríen de su mismo chiste. Se ha vuelto tan fácil publicarse, tan inmediato y personal, que muchos autores se han acomodado en sus mismas ideas, y nunca lo he visto más claro que en esas ocasiones en que he consentido a editar a algunos de mis amigos autores en esta revista.

Créanme que sé cómo duele el orgullo cuando alguien destaza, diseca y embalsama a nuestras crías lingüísticas y literarias, pero veo que la facilidad para divulgarse, aunada a la vasta cantidad de opiniones y textos en el ámbito digital, nos ha hecho cada vez menos conscientes de la calidad que deberíamos tener en nuestro trabajo, si es que nos dignamos a llamarnos «escritores». Cada día veo más autores autoproclamados que confirman los estereotipos: perezosos, inútiles, sentimentales, triviales, aburridos, necios; están tan obsesionados con sus palabras que jamás se detendrían a pensar si están haciéndole justicia a su prestigio o al mismísimo idioma en que se comunican. El trabajo de un editor jamás ha sido más necesario, ni más subvalorado.

Cuando he devuelto a mis amigos un documento lleno de tachones, comentarios y modificaciones que trascienden un par de tildes y comas, me han respondido con cualquier cantidad de improperios más o menos sutiles. Les he preguntado «¿para qué escribiste este texto? ¿Qué quieres lograr?», y he recibido respuestas basadas exclusivamente en su derecho y capacidad para expresarse. Eso ―les dije― solo sirve para abrir una cuenta de Tumblr.

Simple: «la vida no es de cajeta», como diría nuestro editor; y la tarea de un escritor jamás debería presumirse cómoda o autocomplaciente. Si lo que quieres es que alguien reaccione a tus rabietas y genialidades, ponlo en tu estado de Facebook con suficientes emojis. Si no tienes la madurez para enfrentar y superar tu propio talento y cuestionar tu conocimiento, mejor dedícate a plagiar memes. Si no estás listo para darle un propósito a tus textos, no puedes llamarte escritor, así como tampoco puedes serlo cuando eres intolerante a la crítica o no te comprometes a la posibilidad del diálogo, retroalimentación y reflexión.

Pero no te preocupes: siempre podrás esperar que suficientes bots te regalen la credibilidad de influencer.

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